lunes, 22 de noviembre de 2010

Resoluciones

Una de las firmes resoluciones que tomé a la tierna edad de doce años fue la de no escribir nunca sobre el amor. En ocasiones varias, al abandonar la infancia, me sentí tentada de romper la singular promesa, pero siempre me resistí a caer en la tentación de aquellos versos de adolescente que, por aquel entonces, pretendían decir lo mismo: Mi vida sin ti no tiene sentido. Un mensaje tremebundo, cuyo significado parecía haberse desgastado por la repetición. Podía sentirlo al ver a niñas de quince años llorando su primer desamor desconsolado en la puerta del colegio, que volvían a llorar de nuevo, a las dos semanas, las mismas lágrimas por un amor distinto y, con tristeza, lo observaba degradado a la vulgaridad de la pasión que encuentra su vía de escape en la decoración incívica de una puerta de lavabo.

No obstante, el principal motivo de mi aversión hacia aquellos versos era la facilidad con la que se pronunciaban. No encontraba explicación alguna a aquella moldeable capacidad de sentir por algunas de mis congéneres que, en efecto, esta vez sí, ya no volverían a equivocarse, no existía lugar para la duda, aquél era el varón que aportaría sentido a su existencia, y pensar de nuevo lo mismo con el siguiente.

Crecí y, de alguna forma, como tantas otras almas, lo viví. Aquella indescriptible explosión de euforia que causa vislumbrar la pieza que falta en la propia vida, y la terrible desazón al perderla. Al observar, resulta fascinante desear escoger sentir el dolor ajeno tan sólo para acompañar a la persona amada y evitarle el suplicio añadido de la soledad.



Y tan triste todos aquellos casos en que la persona querida escoge evitar la compañía. Tan triste cuando un alma no tiene a nadie por quien sacrificar o regalar nada, y entrega a la soledad cuanto podría entregar a otra persona. Decía Vicente Aleixandre, “Amor mío, amor mío. Y la palabra suena en el vacío. Y se está solo”.




lunes, 1 de noviembre de 2010

Raíles

Los viajes en tren siempre me han resultado la frágil unión entre el pasado que nos resistimos a abandonar y el futuro (todavía) percibido como un hermoso y vehemente sueño.

El regreso del hogar que nos crió hacia la ciudad que nos ha visto nacer a la vorágine ambiciosa y competitiva del mundo adulto implica la nostalgia por las horas calladas y dulces que pasé frente al mar que en el tren se refleja en su recorrido por la costa. Si pudiera retroceder en el tiempo regresaría a uno de aquellos momentos serenos y sublimes, que ya entonces deseaba detener y convertir en inmortales, con la oculta ilusión de que el tiempo me escuchara.

Y de alguna forma, fui complacida. No congelé el instante de forma física, no lo atrapé entre mis manos para convertirlo en algo tangible y seguro, pero siempre regresa al recuerdo. Se deja atisbar en los paseos por la costa urbana y bulliciosa, se revive en la playa de mi infancia y se intuye, en el limbo entre realidad y sueño, al ojear por la ventana con la nostalgia que atrae el sonido de un tren que te aleja de lo que fuiste y te acerca a quién sabe qué destino.



"Yo, para todo viaje siempre sobre la madera de mi vagón de tercera, voy ligero de equipaje. Si es de noche, porque no acostumbro a dormir yo, y de día, por mirar los arbolitos pasar, yo nunca duermo en el tren, y, sin embargo, voy bien. ¡Este placer de alejarse! Londres, Madrid, Ponferrada, tan lindos... para marcharse. Lo molesto es la llegada. Luego, el tren, al caminar, siempre nos hace soñar; y casi, casi olvidamos el jamelgo que montamos. ¡Oh, el pollino que sabe bien el camino! ¿Dónde estamos? ¿Dónde todos nos bajamos? ¡Frente a mí va una monjita tan bonita! Tiene esa expresión serena que a la pena da una esperanza infinita. Y yo pienso: Tú eres buena; porque diste tus amores a Jesús; porque no quieres ser madre de pecadores. Mas tú eres maternal, bendita entre las mujeres, madrecita virginal. Algo en tu rostro es divino bajo tus cofias de lino. Tus mejillas esas rosas amarillas fueron rosadas, y, luego, ardió en tus entrañas fuego; y hoy, esposa de la Cruz, ya eres luz, y sólo luz... ¡Todas las mujeres bellas fueran, como tú, doncellas en un convento a encerrarse!... ¡Y la niña que yo quiero, ay, preferirá casarse con un mocito barbero! El tren camina y camina, y la máquina resuella, y tose con tos ferina. ¡Vamos en una centella!".
Antonio Machado.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Donde empieza la felicidad.

Siempre me he preguntado qué había más allá de la felicidad. La felicidad se intuye como un sueño, una meta, el final de un largo, azaroso, y, en la mayoría de los casos, casi por definición, desventurado recorrido por los resquicios de este camino al que denominamos vida.

Así pues, una vez alcanzada la felicidad, ¿qué queda? ¿Ante qué nos encontramos? ¿Quizás una planicie emocional? ¿El letargo anímico en un continuo sentimiento de autorrealización y autocomplacencia? ¿Un devenir constante de risas y ruidoso jolgorio? ¿O la paz interior? Y, lo más importante, ¿se detiene el mundo de cada uno una vez alcanzada la felicidad? No, en absoluto.

Una vez alcanzada ésta, son otras muchas las metas que luchar por conseguir. Al fin y al cabo, cuando uno se introduce en la vorágine adictiva de la felicidad, tan sólo descubre que al dar un paso, y después otro, y otro, y otro más, la felicidad va in crescendo.

Me pregunto, ahora, si tiene límites.




“La felicidad es interior, no exterior; por lo tanto, no depende de lo que tenemos, sino de lo que somos.”
Henry Van Dyke.

“La dicha de la vida consiste en tener siempre algo que hacer, alguien a quien amar y alguna cosa que esperar.”
Thomas Chalmers.

domingo, 27 de junio de 2010

Un día perfecto


Cuando se miró en el espejo aquella mañana supo que iba a ser un día perfecto. No porque se viera más guapo después de afeitarse la barba de cinco días, o porque por fin hubiera conseguido dormir la noche entera sin que sus fantasmas lo despertaran sobresaltado. Desconocía el por qué, pero lo intuyó con la seguridad de los leones que están a punto de lanzarse sobre una presa pequeña y cercana, indefensa. Lo sintió con la certeza de quien ha fracasado en la vida pero sabe que su suerte va a cambiar, ya que nunca antes, nunca, se ha sentido tan seguro de sí mismo. Algo así deben de experimentar los triunfadores cuando cada mañana el espejo les devuelve el reflejo de su sonrisa perfecta y su carisma. Qué narices, él se acababa de convertir en uno de ellos.

Sí, de repente, su sonrisa también era perfecta, sus canas, destellos plateados que otorgaban interés a su carácter y, la incipiente alopecia, otro atractivo signo más de su dilatada experiencia en la vida. Sí, él era de aquellos. Uno de esos hombres confiados y seguros de sí mismos que encaran cada entresijo de la vida sabiendo que después serán más fuertes y atractivos, todavía más.

Hacía tres meses que lo habían despedido de su puesto como directivo en un importante banco, después de haber sacrificado los últimos quince años de su vida en trabajar hasta la extenuación e ir ascendiendo peldaño a peldaño mientras por encima pasaban ascensos vertiginosos de individuos poco meritorios. Callaba y seguía trabajando, al fin y al cabo, era lo que mejor sabía hacer. Destacaba por su inteligencia y su esfuerzo y consiguió llegar a la cima. Se compró uno de esos apartamentos en el centro de la ciudad de precios prohibitivos para la mayoría de los mortales, esa gente común y vulgar que se conforma con tener lo suficiente como para llegar a fin de mes y pensar que son felices en su mediocridad. No, él nunca había sido como todos ellos. Siempre se había bastado consigo mismo, con su deseo de éxito insaciable, su dedicación al trabajo casi exclusiva, sus trajes de diseñadores italianos y su Mercedes, el mismo que llevaba ya semanas cubriéndose de polvo y vacío de gasolina. Igual de vacío que parecía serlo todo, desde que, de súbito, el mundo parecía haberlo abandonado como a un perro callejero.

Sin embargo, cuando dos días antes, meditabundo y perdido, se había encontrado con la que fuera el amor platónico de su adolescencia, sintió una ligera reminiscencia de aquella energía vital que parecía haberlo abandonado hace tanto, tanto tiempo. Por un momento, volvió a tener quince años. Aunque la vida lo hubiera hecho invulnerable ya ante una mujer hermosa, se permitió volver a cautivarse por aquella belleza asentada a la que el tiempo tan sólo había hecho ganar en atractivo. La vio a lo lejos, y un amago de timidez olvidada en los primeros años de su juventud y el peso de la desdicha sobre sus espaldas le impidieron aproximarse a aquel ser recuerdo de otros tiempos más aciagos.

Aquella noche, al llegar a su casa, por encima de sus desgracias, no pudo evitar traer a la memoria todo lo que aquella mujer había significado para él, sin ella saberlo. Se sonrió al recordar cómo intentaba calcular el momento exacto en que ella entraría por la puerta del instituto, o iría por uno u otro pasillo, para poder cruzársela, saludarla tímidamente y sentir la felicidad de que, al menos durante un instante, el tiempo que duraba aquel saludo, había conseguido ocupar una parte de su mente. Algo es algo.

Por descontado, era hermosa. Pero ella era mucho más que eso. Era perfecta. Bondadosa, sonriente, dulce, tenía la voz más suave y cálida que hubiera escuchado nunca antes y que nunca llegaría a escuchar sobre la faz de la Tierra. Sí, su voz era como un abrazo. Uno de esos abrazos en los que podría uno refugiarse y vivir allí eternamente. Era perfecta, tan perfecta y tan inaccesible... Lo volvía loco.

Nunca se atrevió a confesarle nada. ¡Le tenía tanto miedo al rechazo! Ambos crecieron, y si bien aprendió a amar con locura a otras mujeres, cuando alguna vez volvió a saber de ella, años después de dejar el instituto, continuó sintiendo aquel aguijón punzante en el corazón que provocan los sueños imposibles.

Por eso, aquella noche, cuando sentía que ya lo había perdido todo en la vida, recordándola todavía como a la mujer perfecta, pensó que tal vez había llegado el momento de intentarlo, ahora que ya no le quedaba nada más por perder. Llamó a varios de sus antiguos amigos de la escuela y del instituto. “¿Cómo te está tratando la vida?”, le preguntaban, “Genial”, respondía él, y durante unas risotadas de conversación intrascendente lograba disimular su fracaso y su frustración. Después de varias llamadas, consiguió saber algo de ella. No, no estaba casada, ni tenía hijos, era abogado y vivía en un apartamento en las afueras.

Así pues, jugueteando durante un tiempo con su número de teléfono en la mano, pensando qué hacer y qué decir, recordar lo que había sido él mismo en algún momento de su vida, consiguió armarse de valor y marcar el número. “Sí, sí, el mismo, ¿me recuerdas?”, “¡Claro, cómo no! ¿Qué es de tu vida?”, “Bueno, soy directivo en un banco, vivo en un apartamento en el centro, y no me va mal, la verdad”, “¡Oh! ¡Cuánto me alegro! Pero... ¡qué sorpresa volver a saber de ti!”, “Sí, lo mismo pensé cuando te vi hace poco por la calle, me pareciste tú y hablando el otro día con un amigo de aquellos tiempos del instituto, bueno, con Carlos, que es amigo tuyo, recordando viejos tiempos, ya sabes, saliste tú en la conversación y me dije que tenía que decirte algo, siempre es agradable volver a saber de la gente”, “Sí, tienes razón... oye, cuando quieras, tomamos algo y nos ponemos al día”, “Sí, por qué no, una cena cuando nos vaya bien...”.

Y hoy era ese día. Lo sabía, sabía que era su gran oportunidad. Por lo que más fuera, tenía que aparentar ser un triunfador, quitarse la carga de las espaldas, lograr un porte de galán y poner en juego esa seducción cercana y distante, en su punto justo, que tan sólo se aprende con el tiempo y la experiencia. Ella era la mujer perfecta, guapa, inteligente y con buen corazón, y tenía que conseguirla. Pero no para una noche. Tenía que conseguirla para siempre.



Ella lleva dos horas delante del espejo. Tiene miedo de esa belleza que se le está marchitando. Ha descubierto una nueva arruga en los límites de su sonrisa y no puede evitar sentir celos por la nueva compañera de trabajo, tan joven y guapa, que atrae todas las miradas. Cada vez son menos los hombres con los que poder jugar a rechazarlos.

Mientras se perfila los ojos verdes por tercera vez con el fin de asegurarse el impacto que siempre han provocado, se siente cansada. Se coloca el colgante, que parece destinado a perderse en la voluptuosidad de su generoso escote y se percata de que ya nada hay de especial en repetir los mismos pasos. Excepto por ese incipiente horror que la perturba a perder por la huella del tiempo lo que hasta ahora había supuesto su aliciente más intenso, nunca pensó que el juego de la seducción pudiera suscitarle hastío. Antes de volver a deslizar el cepillo por su cabello rojizo, liso, suave, interminable, lo somete a un riguroso escrutinio para asegurarse de que aquellas gritonas canas que descubrió han quedado convenientemente ocultas, invisibles, olvidadas y silenciadas.

Parece que fue ayer, dice en voz alta mientras se rocía levemente con su más delicada fragancia, de rosas dulces y suspiros de jazmín. Pero han pasado ya veinte años desde que descubrió el valor de su belleza. Al principio no era más que un juego inocente, aquella tímida indecisión de dos adolescentes nerviosos que no aciertan a saber cuál será el siguiente paso. Ahora, pensó caminando hacia el espejo de cuerpo entero, ya nada quedaba por descubrir. Comprobó, como tantas otras veces, la atractiva sinuosidad de su cuerpo que aquel nuevo vestido verde insinuaba con sutileza y atrevimiento. Sí, estoy cansada de todo esto, se dijo.

Siempre había sido la más hermosa y desde que descubrió que la belleza podía ser un arma, se había aprovechado de su virtud dudosa y regalada cuanto había querido y sin excesivos escrúpulos. Sin embargo, mientras se calzaba las sandalias de tacón, con rabia pensó que, después de tantos años teniendo cuantos hombres había querido y de haber jugado con ellos cuanto había podido, después de todo eso, tan sólo se le estaba quedando la soledad.

Cuando recibió aquella llamada inesperada de un antiguo compañero al que recordaba no mal parecido, con una carrera brillante, adinerado y con un estatus tan alto como el que ella merecía, un rayo de luz se abrió sobre la amargura que hondeaba sobre su vida en los últimos tiempos. Ésta podía ser su oportunidad. Así que allí estaba, engalanándose una vez más y pensando en mostrar sus encantos más dulces, solo que por una vez no era para jugar. Esto podía ser para siempre. Sí, tenía que conseguirlo.

De forma puntual, llamaron a su timbre. Se miró una última vez en el espejo, se echó hacia atrás la melena, se adecuó la postura para marcar el busto, ensayó una cálida sonrisa y, contoneando las caderas sobre sus tacones de aguja, cruzó con decisión el pasillo.

Cuando abrió la puerta, vio ante sí a un hombre de amplia envergadura que en otro tiempo fue atlética, con incipientes signos de desgaste temporal en sus ojos y en sus despobladas sienes y se sorprendió de su porte de galán exitoso y donjuanesco fiel. A los pocos minutos de conversación intrascendente (“¿Qué restaurante prefieres?” “Conozco un sitio por aquí...”), todavía en la puerta, mientras se dejaba embriagar por su voz vibrante de barítono y lo embelesaba a él con su sonrisa cada vez más y más cálida, vislumbró con vertiginosa claridad un hecho irrevocable: iba a unir su vida a la de ese hombre. No lo sintió con aquella curiosa mezcla de alborozo y horror de quien se encuentra, de súbito, ante el más importante punto de inflexión en su vida, sino con la tranquila seguridad de quien ha escuchado la voz de su yo más profundo. No se mostró extrañada ante aquella revelación. Al fin y al cabo, siempre supo que se casaría con un triunfador.








miércoles, 9 de junio de 2010

Terapia de pareja



Asistir a una sesión de terapia de pareja como observador puede resultar una auténtica aventura para el estudiante primerizo. Es cierto, para todos aquellos que alguna vez lo relegamos al mundo de las películas policíacas, las habitaciones con ventanas espejo tras las cuales observar y estudiar a los sujetos, también existen en el mundo real.

Un grupo discreto de estudiantes de diversas disciplinas, siempre con el conocimiento y consentimiento de la pareja tratada, se sitúa tras unos cristales desde los que observar el transcurso de la terapia llevada a cabo por especialistas, mientras otros dos psicólogos tras el cristal explican a los estudiantes el significado de cada gesto y cada frase.

No obstante, más fascinante aún que las reminiscencias hollywoodianas del cuadro, lo es el tratamiento científico que adquieren temas con excesiva frecuencia denigrados a carnaza de banquetes pantagruélicos para lenguas viperinas. Los celos y las infidelidades, los dolores del alma y las frustraciones por lo que pudo ser y nunca fue, las vidas de dos personas que no han resultado ser como hubieran deseado, son tratados con la delicadeza, el respeto, la distancia y el rigor de un análisis exhaustivo y repleto de tecnicismos.

Resulta curioso. Nos consideramos únicos, creemos que tan sólo tras un prolongado intento de conocimiento de las profundidades de nuestro ser alguien puede ser capaz de comprendernos o de anticiparse a nuestras reacciones. No obstante, somos animales predecibles. Tenemos unos patrones básicos de comportamiento: una posición de ataque se ve respondida con una posición de defensa, una de diálogo, con otra de diálogo. Y la capacidad de resaltar los aspectos positivos de la otra persona conducen a la escucha y a ese posterior diálogo. Sí, muy básico, aunque quizás no tanto.

Una vez más, pude comprobar el valor de las palabras. La forma casi laberíntica en que puede llegar a determinar nuestro destino una frase mal elaborada, no reflexionada y de profundas consecuencias. Resulta abismal la diferencia entre decir “Lamento que te encuentres mal por lo que lo he hecho”, y decir “Siento lo que he hecho, y te pido perdón por ello”.

En el primer caso, no existe arrepentimiento de los actos cometidos. Es problema de la persona dolida u ofendida el sentirse así. En el segundo, se da a entender el arrepentimiento, el haber comprendido los propios errores y el dolor de la otra persona, así como el intento de subsanarlo.

Y ya no tan sólo teorizarlo, sino ver el resultado del uso de ambas fórmulas, resulta sobrecogedor. Tan sólo en el segundo supuesto la persona resentida se siente comprendida, liberada de su carga y se abre al perdón. Y tras el arrepentimiento y el perdón sincero, las posibilidades son inmensas y valiosas.

Dicen que todos los niños nacen con un pan bajo el brazo. Ahora que la sociedad está reestructurando los hábitos alimentarios y quizás algún día se culpe a ese Pan Original de alguna alergia alimenticia y un consejo de expertos a nivel mundial decida su eliminación de nuestra dieta, con toda la humildad que tan arrogante propuesta me permite, me atrevo a insinuar un trueque cualitativo para los venideros nacimientos: cambio Pan Original por Manual (elaborado a base de ensayos clínicos y no por la Dra. Corazón) sobre las Relaciones Humanas.



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"El caracter de cada hombre es el árbitro de su fortuna."
Publio Siro (siglo I a.C.), poeta latino.






sábado, 27 de marzo de 2010

Los avances de la ciencia: dolor emocional

Recientemente, un colaborador en la sección de Inteligencia Emocional del blog de Eduardo Punset, Josep López, citaba la noticia según la cual un equipo de investigación estadounidense había demostrado la correlación existente entre las áreas del cerebro implicadas en el procesamiento del dolor emocional y las del dolor físico. “Gracias a nuevas tecnologías (…) un equipo de científicos confirma que el sufrimiento emocional puede doler físicamente. La razón se encuentra en la investigación cerebral que han realizado y que revela que la parte del cerebro que procesa el dolor físico también se encarga de procesar el dolor emocional”.

Tras la curiosa noticia, se podría afirmar que gracias a estos estudios disponemos, por fin, de la base científica para poder acudir a urgencias y expresar nuestro sufrimiento emocional, sin temor a sufrir por ello el menoscabo de las miradas despreciativas hacia los dolores menores.

- Doctor, se me ha roto el corazón.
- ¿Se le ha roto el corazón? ¿Y cómo es eso?
- Verá, doctor, antes me lo rompían o era yo mismo quien, harto de sus latidos acompasados y de sus sentimientos apasionados decidía acabar con él y resquebrajarlo en mil añicos. Con el tiempo, parecía recomponerse. Pero esta vez, doctor, esta vez ha sido diferente. Desconozco el cómo, y no comprendo el porqué, ni tan siquiera me he percatado del cuándo, pero se me ha roto. Lo siento ahí, dentro de mí, roto y descompuesto.
- Comprendo- asentirá el médico mientras comienza a anotar en la historia clínica algo parecido a “varón de 38 años que acude a urgencias por el corazón roto”-. Pero, ¿qué siente exactamente? ¿Presenta los mismos síntomas que en las ocasiones anteriores? ¿le duele?
- No, doctor. Esta vez es diferente. No siento dolor, al menos, no aquel dolor punzante que me impedía respirar. Es el dolor que queda cuando te arrancan algo. Es... ¿cómo explicárselo?
- Tranquilo, no hay prisa. Dígame, ¿qué siente?
- El vacío, doctor.
- ¿El vacío? Pero su corazón sigue estando ahí, más o menos roto, pero ocupando el espacio que le corresponde.
- ¿Usted cree? ¿Y si esta vez se han extraviado algunos fragmentos? ¿Y sin son piezas irrecuperables? ¿Y si mi corazón nunca vuelve a ser el que era? Este vacío es inmenso, sé que me falta algo.
- Entiendo.

Entonces, el médico nos inspeccionará, palpará, percutirá y auscultará pacientemente. No encontrará nada fuera de la normalidad, pero el historial de corazón magullado por causas vagas e imprecisas, con sintomatología de dolor y vacío le hará sospechar de alguna patología oculta y tal vez se decida por una analítica, un electrocardiograma, una placa de tórax y, quién sabe, quizás un ecocardiograma.

- Todo se encuentra dentro de la normalidad, regrese dentro de quince días para recoger los resultados de la analítica.
- Pero... ¿cómo va a estar todo normal? ¿y el vacío? ¿no ha notado algo hueco al explorar?
- Su corazón está ahí, no se preocupe – nos dirá con voz tranquilizadora mientras garabatea unos trazos ininteligibles en una receta-. Vaya a la farmacia y compre estos dos medicamentos. El primero es analgésico, para el dolor, tómelo a demanda, el tiempo que necesite, no más de tres comprimidos al día.. Del segundo tome un comprimido por la mañana y otro por la noche, durante diez días. Ayuda a juntar las piezas, a cerrar las heridas y hace crecer los fragmentos que se han perdido. También regenera las partes deterioradas con el tiempo.
- Vaya, y yo que pensaba que era el tiempo el que todo lo curaba.
- Y así es, pero no siempre. Tenga la receta, con un envase tendrá más que suficiente.
- ¿Es efectivo, doctor?
- El éxito en la curación está descrito en un 95% de los casos.
- ¿Y si yo formo parte del 5% restante?
- Vuelva, le daré más.

Y saldremos de allí con la cabeza un poco más alta que cuando entramos, gracias a la renovada esperanza. En tan sólo diez días se habrá llenado de nuevo ese vacío, en tan sólo diez días, con un comprimido por la mañana y otro por la noche, volveremos a ser los de antes. Sanos e imperfectos, pero con un corazón regenerado.

Se debería estudiar el efecto placebo en el dolor emocional.



“A veces pienso que el cerebro tiene envidia del corazón. Y lo maltrata y lo ridiculiza y le niega lo que anhela y lo trata como si fuera un pie o el hígado. Y en ese enfrentamiento, en esa batalla, siempre pierde el dueño de ambos”. David Trueba.


jueves, 18 de marzo de 2010

Troncalidad



Ahora que la troncalidad del MIR parece un hecho irrevocable y que en unos pocos días, miles de estudiantes de Medicina hemos presenciado estupefactos cómo se modificaban nuestros esquemas vitales fortalecidos a base de interiorización durante cinco largos años de carrera (largos, muy largos, pero no tanto), resulta divertido pensar en el más banal de todos ellos, la respuesta a esta simple pregunta:

- ¿Y cuándo dices que acabas la carrera?

Hasta hace tres días, la conversación hubiera seguido de la siguiente forma:

- ¡Me queda un año y tres meses!
- Ah, bueno, ¡aún te queda!
- ¡No! ¡Pero si eso ya es nada!
- Sí, tienes razón. Después de cinco años... un año ya no es nada. ¿Y después?
- ¿Después? Estudiar 6 meses para el MIR, escoger plaza y comenzar a trabajar como residente de una especialidad durante 4 ó 5 años.
- Buf...
- ¡No, no! ¡Si en realidad ya acabo! – exclamas preso de una extraña mezcla de euforia y pavor-. Después ya es un trabajo como otro cualquiera.

Ahora, ya no serán necesarios 3 minutos de explicaciones, podremos resumirlo de esta manera:

- ¿Y cuándo dices que acabas la carrera?
- No, no... no he mencionado nada sobre terminar...
- Ya, pero, ¿cuándo la acabas?

Entonces, con el semblante desolado y la mirada perdida en el infinito, mirando a través de nuestro interlocutor allá hacia donde se escapa nuestra juventud, tras un largo silencio por un duelo intransferible, responderemos:

- Nunca.

Es esencial encontrarle el humor a esta pantomima melodramática. O todos comenzaremos a rememorar aquellos otros sueños que abandonamos al escoger este camino, y los preferiremos antes que éste.

Una compañera nos expresaba, hace muy poco, en una de tantas crisis existenciales por las que todos pasamos, lo muy feliz que hubiera sido trabajando en una floristería y embelesándose con el olor y colorido de las flores. Hubiera hecho felices a las personas creando hermosos centros de mesa y recomendándoles la combinación perfecta para el ramo de flores de una declaración de amor. “¡No, aguanta!”, nos sobresaltamos todos al unísono, “piensa que ya has hecho cinco años... por uno más que te queda, no vas a rendirte ahora”.

No obstante, lo cierto es que cuanto más escuchamos su sueño de La Floristería Feliz, más y más sueños olvidados comienzan a resurgir de ese rincón de nuestras almas al que enviamos todo lo que alguna vez quisimos olvidar por algo que creímos mejor. Al fin y al cabo, a los cinco años de edad, en la cima de la felicidad sin saberlo, ¿quién sueña con salvar vidas?

Una soñaba con ser cartera, otra panadera, yo misma siempre he soñado con.... En fin, lo cierto es que estamos descubriendo que no hace falta sufrir tanto para intentar hacer feliz o ayudar a alguien. La Panadera nos está enganchando con su ideal del Horno de las Maravillas. Y más aún, con su sueño dulce (y sus palabras desesperadas) acerca de una vida sencilla y feliz.

Un momento. El sonido casi melodioso de la frase me obliga a repetirlo para volverme a deleitar en él: el sueño dulce de una vida sencilla y feliz.

Sin embargo, (“¡Oh, sin embargo!”), deberíamos volver a la respuesta que le dábamos a nuestra amiga mientras nos hablaba de su floristería imaginaria. “Piensa en todo lo que ya has recorrido, no vas a rendirte ahora”. Pues eso, por unos años más añadidos que nos han regalado (y algo más, pero de nada sirve lamentarse), seguiremos adaptándonos. Como siempre, como tantas otras veces. No debemos olvidarlo: adaptarse –cuando ya nada queda por hacer- forma parte del proceso vital.

sábado, 6 de marzo de 2010

Sobre el abandono


No podemos obligar a nadie a permanecer a nuestro lado cuando desea alejarse de nosotros, por muy oculto y extraño que nos resulte el motivo. Aunque nos desespere la incomprensión y nos angustie el distanciamiento silencioso de quien aportó a la propia existencia un sentido último y superior al que ya tenía y se marche llevándose más de lo que entregó.

Y de qué sirve entonces, ante la inutilidad de todos los esfuerzos por impedir lo que tan sólo conseguiremos demorar en el tiempo, rogar no caer en el olvido cuando lo cierto es que se alejan para eliminar hasta el último resquicio de nuestro ser en su memoria. Quizás por nosotros, quizás por ellos mismos. Al fin y al cabo, así como los demás son el espejo en que nos reflejamos, también cada uno de nosotros es el reflejo de alguien. De sus más fabulosos aspectos y de sus mejores cualidades, de sus defectos banales y de sus grandes miserias.

Es fácil mirarse en un espejo que devuelve la bondad del propio ser, pero más sencillo aún huir cuando ante uno mismo se desnuda el alma y quedan expuestos los miedos y conflictos más inconfesables. ¿Qué hacer llegado ese momento? ¿Desaparecer como alma que lleva el diablo en busca de otro espejo que nos desconozca y tan sólo nos muestre lo hermoso que hay en nosotros, en un infructuoso intento de creérnoslo y olvidar de nuevo todo lo que somos?

Parece la opción sencilla. La que hemos escogido y visto escoger ante nuestros esfuerzos inútiles en demasiadas ocasiones. Pero se nos olvida el propio daño inflingido que produce el abandono de alguien a quien alguna vez quisimos y que sin lugar a dudas, si a pesar de conocer los detalles horripilantes que nos constituyen, los miedos que nos inducen a alejarnos de su lado y los conflictos irresueltos que nos acompañarán allá donde vayamos, se desespera en silencio por su incapacidad para mantenernos a su lado, no cabe duda de que nos quiere.

Abandonar no sólo hiere al que es abandonado, ya que todo acto de alejamiento, de desprendimiento, de olvido de aquello que alguna vez nos importó e incluso nos enseñó dónde se encontraba nuestro corazón, nos daña de forma silenciosa e irreparable. El desgarro existe aunque pretendamos negarlo.

Ojalá fuera sencillo pronunciar un “no te alejes de mi lado”. Ojalá lo fuera más aún ser escuchado y escuchar, responder y por encima de todo, quedarse.

Volveré a repetirlo: existiría menos dolor en el mundo si fuera más sencillo decir “no te vayas, quédate conmigo” y si por encima del ruido de los temores y las indecisiones, de los propios horrores y fantasmas, del miedo al sufrimiento y a la incertidumbre, fueras capaz de escuchar esa voz que también es la tuya y quedarte.

martes, 16 de febrero de 2010

Y entonces, ¿ahora qué?



Es curioso, por la frecuencia en la que pienso en aquello que deseé a los 12 años en el momento de hacer una elección, siento que fue entonces realmente cuando tomé las grandes decisiones de mi vida. Sobre qué clase de persona quería ser, cuáles iban a ser los principios en los que basaría mi existencia y qué quería ver al llegar al final de mi vida y mirar atrás.

No debería haber pensado tanto. Quizás ahora no me resultaría tan complicado rebelarme contra las elecciones que un día decidí que tomaría a medida que se fueran presentando. Porque ha llegado otro de esos momentos importantes, y si bien hasta ahora he actuado guiándome por las bases que un día establecí, he decidido aceptar la realidad: la felicidad se puede encontrar de muchas formas.

Así pues, ahora que se han removido los pilares de mi existencia, que he cuestionado lo que siempre he deseado y lo que en estos momentos deseo, que podría cambiar demasiadas de esas cosas con las que hasta hace tan poco he soñado, porque me he cerciorado de que la felicidad no está en un lugar específico, ni en un trabajo en concreto, ni tiene una forma determinada, sino que puedo transportarla conmigo haga lo haga y esté donde esté, siento vértigo.

Sí, me he percatado de que podría cambiarlo todo. Y entonces, ¿ahora qué?

domingo, 14 de febrero de 2010

Sueños Rotos




Es increíblemente fácil hablar de los sueños rotos. Son abundantes, se encuentran por doquier, y de carácter sumamente variado. Es casi imposible intentar resumir sus motivos en unas pocas líneas. Sin embargo, hay un elemento crucial, inalienable, que los caracteriza: el dolor.

Los Genuinos Sueños Rotos se diferencian de Las Pequeñas Ilusiones Truncadas precisamente en la intensidad y duración de ese dolor. De hecho, Las Pequeñas Ilusiones Truncadas no duelen, molestan. Frases tan simples y castizas como “es lo que hay”, “qué le vamos a hacer” o “no todo puede salir bien”, son suficientes para consolar a quien sufre de alguna de ellas. Además, suelen acompañarse de un curioso fenómeno compensatorio: Pequeña Ilusión Truncada siempre va seguida de Pequeña Ilusión Realizada. O dicho de otra forma, la felicidad simple y menuda llega a pequeñas dosis.

Sin embargo, Los Genuinos Sueños Rotos son inconsolables. Y duelen. El dolor no debería ir acompañado de adjetivos que intenten mostrar su crudeza. La palabra dolor, por sí misma, debería ser el reflejo de todo lo que por añadidos se intenta perfilar, ya que para quien lo sufre, pretender describirlo como visceral, tremebundo, lancinante, desgarrador, insoportable, hiriente, inhumano, siempre es poco. Casi una falta de consideración.

Por añadidura, Los Genuinos Sueños Rotos, en contadísimas ocasiones, y no diré nunca porque una base de formación científica ha logrado limitar mi uso de esa significativa palabra de nuestro vocabulario, se acompañan de Grandes Sueños Cumplidos. No existe ni la equidad, ni las compensaciones. El dolor se convierte, entonces, en un modus vivendi.

Siendo casi una niña, leí una interesante anécdota (siento no recordar ni la fuente ni el autor) acerca de una joven soprano. Sus padres, que observaban cómo comenzaba a despuntar en el mundo de la lírica gracias a sus excelentes cualidades vocales, le preguntaron a su maestro si llegaría a lo más alto: “Seré sincero”, les respondió él, “No, nunca lo logrará, está destinada a la mediocridad", "¿Pero por qué?", preguntaron sus perplejos padres, "Porque su técnica y ejecución son excelentes, pero no ha sufrido lo suficiente como para poder plasmar el dolor en su obra y que dé fruto”.

Cuando alguien sufre solemos escuchar de quienes le rodean una retahíla de explicaciones a su dolor. “Ahora eres más sabio”, “cuando superes esto serás más fuerte, podrás enfrentarte a adversidades mayores y superarlas”, “piensa cuánto te ha permitido aprender esta experiencia”, “tranquilo, ahora que ya lo sabes esto no se volverá a repetir”, y el resignado y siempre misterioso, mi favorito, “todo sucede por una razón”, acompañado de “con el tiempo lo entenderás”.

Todo lo dicho es cierto, qué duda cabe. Y por supuesto, toda posible explicación apacigua a un ser desesperado. Es llamativa la forma en la que creemos cuanto consuelo nos digan en esos momentos. Todo cuanto antes, durante tanto tiempo se nos antojó fantástico y maravilloso, en apenas unos minutos, cuatro palabras bien intencionadas de un amigo nos conducen a pensar que, en realidad, no merecía tanto la pena. Y cómo deseamos creerlo.

Sin embargo, existe una duda que aún no he conseguido resolver. ¿Es realmente necesario sufrir? ¿Tan necesario como nos parece cuando nos aferramos a estos pensamientos? ¿O son tan sólo frases y anécdotas que la Humanidad ha interiorizado para intentar mitigar El Dolor?

Sea como fuere, y porque pensar lo contrario conduciría a un camino del que prefiero no conocer el final, he decidido aceptarlo. Acepto que El Dolor me hará un poco más sabia y un poco más fuerte (aunque decir algo menos ignorante y algo menos débil sería más justo), que quizás sea ésta la manera en la que, el día de mañana, podré superar algo distinto y peor, que lo que se aprende con fuego, a fuego queda grabado, por lo que (en principio), seré capaz de que no vuelva a repetirse y que, por supuesto, algún día –quién sabe cuándo, esperar forma parte del proceso de aprendizaje-, comprenderé La Razón.

Así pues, con sinceridad, doy las gracias a los Genuinos Sueños Rotos por cuanto me han aportado.

Maldita sea.

Retrato médico: Toc, toc, estimado Dr. Y.

Estimado Dr. Y.,

Quizás esta forma de presentación no sea la habitual ni el método convencional para proceder, pero en ausencia de otros referentes por los que decantarme, me he decidido a escribirle esta carta ya que deseo conocer su opinión de reputado psiquiatra.

Verá, se trata de un amigo por el que temo la posibilidad de que padezca algún tipo de trastorno obsesivo compulsivo. Le ruego que disculpe mi atrevimiento, en primer lugar, por hablarle de las intimidades de un amigo sin su consentimiento, pero he considerado que la estrecha relación de amistad que nos une desde la niñez es licencia suficiente para llevar hasta este punto mi preocupación por él. En segundo lugar, también deseo pedirle disculpas por mi osadía al mencionar un posible diagnóstico, dado mi completo analfabetismo en la materia, pero los hechos hacen innegable la veracidad del mismo.

Su vida se rige por el orden más riguroso y siempre se ha...


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Apreciado Dr. Y.,

Creo que tengo un problema. Mi vida se rige por el orden más riguroso y siempre me he enorgullecido de acometer todos mis actos con la más meticulosa pulcritud. Sigo unos estrictos y metódicos horarios (considero que la disciplina es la base de todo posible avance a nivel tanto personal como profesional), e intento realizar toda tarea con absoluta perfección, repitiendo y llevando a cabo cuantas comprobaciones del proceso y del resultado sean necesarias.

Mi desarrollo a nivel profesional es brillante, pero mi fracaso en las relaciones personales y las ya reiteradas ocasiones en que he comprobado que mi comportamiento no se corresponde con el habitual de mis congéneres, me han conducido a una terrible sospecha. ¿Tendré acaso lo que ustedes, los psiquiatras, denominan un trastorno obsesivo compulsivo?

Verá, abandonar el escritorio, aunque sea para un breve descanso con mis compañeros, sin concluir la redacción de los informes se me antoja imposible por la angustia que me produce. Una vez finalizados, necesito repasarlos cuantas veces crea conveniente hasta alcanzar la perfecta combinación de estilo y contenido, sin importarme las horas que dedico a ello, muchas más que las que mis compañeros emplean en realizar las mismas tareas. Esto no me supondría ningún problema hasta que, hace ya algún tiempo, pude comprobar el profundo desasosiego que me causó verme forzado a entregar un informe en que no pude cuidar hasta el último detalle.

De repente, me produjo horror la idea de que algo realizado por mí no alcanzara el grado de perfección para los demás (por supuesto, para mí nunca es suficiente) y sentí cómo una indescriptible sensación de miedo, angustia y pánico se apoderaba de mí. Me costaba respirar y por más que lo intentaba, a pesar de aumentar la frecuencia de mi respiración no entraba aire suficiente en mis pulmones, al tiempo que un terrible dolor punzante, justo en mi corazón, me llevó a la asfixiante idea de que la muerte nos acecha en todo momento.

Para todos los demás son tan sólo unas simples hojas escritas que deben recoger lo esencial, sin otros aspectos meritorios que cumplir lo básico. Para mí, por contra, cada frase escrita debe ser un reflejo de esa perfección que siempre intento alcanzar y que debe ir unida a mi persona. Mi vida es búsqueda.

Me aterra cambiar, pero me vi reflejado al ojear una revista médica y...


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Distinguido Dr. Y.,

Sé que tengo un trastorno obsesivo compulsivo y solicito su ayuda. La necesidad de perfección me esclaviza hasta el punto de repetir una y otra vez los mismos trabajos y acciones hasta asegurarme de que todo es inmejorable. Necesito comprobar que he cerrado correctamente las puertas exactamente cinco veces, abriéndolas y cerrándolas de nuevo, y aún así, no han sido pocas las ocasiones que he vuelto a casa a la hora del almuerzo para asegurarme de que, en efecto, todo estaba en orden. Lo mismo me sucede con la ventana de mi dormitorio, que da a un balcón fácilmente accesible, o con el gas, que podría ocasionar un fatídico accidente en un edificio donde viven, al menos, veinte familias.

Sin embargo, me da miedo cambiar, no quiero perder calidad en mi trabajo si abandono el ansia de perfección que me caracteriza. ¿Cómo podría ser de otra forma y seguir siendo yo mismo?


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Apreciado Dr. Y.,

Me dirijo a usted ya que conozco su distinción como psiquiatra y espero que pueda ayudarme. Verá, soy tan perfeccionista que hasta que no he comprobado una y otra vez hasta la extenuación detalles para otros tan simples, pero para mí esenciales, como la puntuación y la corrección gramática de una frase, soy incapaz de sentir tranquilidad o abandonar, aunque sea para un descanso, el trabajo que me encuentro realizando.



Apreciado Dr. Y.,

Me dirijo a usted ya que conozco su distinción como psiquiatra y solicito su ayuda. Soy tan perfeccionista que hasta que no he comprobado, una y otra vez, hasta la extenuación, detalles para otros tan simples pero para mí esenciales como la puntuación y la corrección gramatical de una frase, soy incapaz de sentir tranquilidad o abandonar, aunque sea para un descanso, el trabajo que me encuentro realizando.


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Dr. Y.,

Le ruego su ayuda. Yo...


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Dr. Y.,

Ayuda.

(Edición/?)





jueves, 4 de febrero de 2010

La condena


Tu condena ha sido tu propio ser. Tus formas son exageradas y asimétricas, carentes de armonía, aunque proporcionadas con tu mente, una burla a toda idea lógica. Vives en la soledad, puesto que son pocos los que se atreven a aproximarse a ti, individuo esperpéntico a primera vista. Naciste con el estigma de la diferencia, no entendida como aquella sutil y atractiva distinción que embellece, sino como la que exacerba la fealdad de quien fue condenado a vivir incomprendido.

Algunos osados se aventuran a cerrar los ojos y acercarse a ti, pero tú, pobre ser malherido, te niegas a dejarte sacar del abandono. No hay sufrimiento mayor para ti que el momento en el que te vuelven a olvidar en él. Quienes hace ya tanto te conocieron, nunca supieron a ciencia cierta si la naturaleza había jugado contigo creando a un genio, a un genio loco o a un loco a secas. Se divirtieron junto a ti, hasta que les dio terror la idea de no llegar a saberlo nunca. No les asustaba relevarte a la locura, sino no ser capaces de comprender la visión de genio que en ti había.

Crees que serías hermoso si tu apariencia externa se modificara. Y entonces nada importaría, tu excentricidad sería perdonada. Incluso halagada y envidiada. Crees que nada hay en ti que merezca admiración alguna, pues nunca has sido apreciado. Ni tan siquiera tú mismo, tan sumido en tu desgracia, has sospechado la singularidad de tu belleza. Pues ni hay belleza única, ni toda debe ser comprendida. Lástima que hayas aprendido tan bien a ocultarla a un mundo temeroso de quedar fascinado por cuanto no puede entender.

Tantos otros luchan por encontrar un rasgo diferente en su ser, algo único e irrepetible que les confiera su propia identidad. Tú, en cambio, escondes tu diferencia mientras esperas que, por fin, alguien al mirarte te dé el regalo de la normalidad.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Retratos (II)



Si supiera con certeza que no le molestaría, diría su nombre. Los nombres de reyes fueron creados para ser mencionados. Pero eso sería casi un ultraje para una persona insospechablemente tímida y reservada que con tanto celo se ha esforzado por preservar su intimidad de los juicios fáciles e insulsos, emitidos por mentes aún más simples y anodinas. Aquellos que derrumban lo que debiera ser admirado.

Sería demasiado sencillo resaltar su superficie de galán tierno y distante, de atractiva simpatía y sonrisa encantadora a la par que mordaz. Trivial describir sus aires de hombretón felizmente atormentado. O atormentado, con incursiones en la calma y la felicidad. No, quien ama la complejidad nunca se conformaría con la evidencia.

El riesgo de indagar en los reversos es el de caer en la adicción de los enigmas. Con el tiempo, se difumina el objetivo de encontrar respuestas por el de no perder nunca el estímulo que provocan las incógnitas.

Y él es un adicto a los reversos y las escalas de grises. Podría conformarse con la imagen de su reconocido altruismo, de ese preciado y singular consuelo que ofrece con paradójica inmisericordia. Pero es quizás su inusitada nobleza la que lo impide detenerse en su generosidad fácil y lo impulsa a buscar cuanto de mezquindad pueda existir su interior. Invisible para cualquier persona conocedora de mundo, cegadora para él. La soledad de esa visión, la certeza de saberse conocedor de algo oculto para todos los demás, lo aterra. Desearía poder ser como el resto, que deciden ignorar cuanto de oscuro pueda existir en ellos y arrojarse a la cómoda mediocridad, solo que él no está hecho para ella.

Ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que lo vi. Pero si tuviera que recordar una imagen de él, escogería imaginar una en blanco y negro, más ajustada a la verdad que la realidad en sí misma. Sería una de esas instantáneas misteriosas de luces inciertas tomadas a individuos que parecen absueltos del paso de los años. Anacrónicos. Con una mirada penetrante que traspasa el tiempo y el papel, enigmática, tan expresiva en su silencio. Según cómo se enfrente uno a esos ojos, en ocasiones parecen ocultar el anhelo callado de regresar a la infancia y detener allí el transcurso del tiempo, mientras que en otras, paradójicamente, muestran el deseo de vislumbrar el final del camino y conocer y comprender, tras la larga búsqueda, el lugar que le corresponde.


Es un niño adulto que creció leyendo novelas negras, aquellas en que el protagonista sabía que a la vida había que tratarla con no más seriedad de la imprescindible. Y sin percatarse de ello se ha convertido en uno esos héroes, tipos duros y misteriosos que, muy a su pesar, terminaban actuando guiados tan sólo por una nobleza magnífica.

En suma, es complejo, oscuro, inescrutable. Con una sonrisa fácil que dice más de lo que le gustaría pero mucho menos de lo que podría. Siempre a media sombra. Claro que así no tiene que lidiar con la responsabilidad que conlleva el propio reconocimiento de las grandes cualidades.

Si supiera que lo hubiera aceptado sin resistencias, me habría deshecho en elogios hacia una persona de humor inteligente e ironía delicada con la capacidad de hacer reír con extrema facilidad e impartir levedad a la vida. Le agradezco cuantas veces me ha ayudado a no sucumbir sepultada bajo su peso. Sin embargo, con una sabiduría genial, afirmaba Paul Auster en Un Hombre en la Oscuridad que “una buena persona se niega a creer que lo es porque sólo los buenos dudan de su propia bondad, y eso es precisamente lo que los hace así”. No, él nunca lo aceptaría.

jueves, 28 de enero de 2010

Sobre las miserias y otras inclemencias (I)



Uno nunca puede evitar preguntarse qué queda detrás del esfuerzo. Somos capaces de salvar obstáculos titánicos y de superar muchas más adversidades de las que nunca hubiéramos llegado a atisbar en los momentos de dicha.

Sin duda, nos conocemos a nosotros mismos en el infortunio. Exploramos la medida de nuestras fuerzas, de nuestra perseverancia, de la delicadeza fina y sutil que se precisa en todo acto vital. Ensalzamos el valor de la paciencia.

Sin embargo, también sentimos, por unos instantes, el vértigo que produce el asomarse al abismo de nuestro lado oscuro. Y hacemos equilibrismo casi circense para intentar mantenernos en el otro lado, sea cual sea su nombre. Con el tiempo, nos volvemos mejores equilibristas, mejores en evadir la oscuridad. Mejores en mitigar nuestros horrores. Y en olvidar que a pesar de todo, tras la lucha y la búsqueda, no siempre hay un final feliz.

Es entonces cuando surge la duda. La necesidad incipiente de una respuesta. Qué queda tras los obstáculos titánicos y las más variopintas adversidades, de conocer la medida de nuestras capacidades y explorar la paciencia y la sutileza con la delicadeza de un orfebre. De la vida y el sueño, ya vacío, que todo lo movió.

Cuál es el sentido de un esfuerzo estéril. Más allá del aprendizaje que conlleva toda desdicha, de removernos las entrañas e impedirnos volver a ser los mismos, qué hay. Tan sólo la certeza de otro nuevo esfuerzo, mayor que el anterior, siempre mayor. Que nos pondrá en entredicho, cuestionará toda esencia del último componente que nos constituye y expondrá a la luz, una vez más, la verdad de lo que somos.

sábado, 23 de enero de 2010

Retratos (I)




A David no le gustaba mirar atrás. Vivir en el pasado le hubiera resultado demasiado sencillo, teniendo en cuenta lo que había sufrido dada su corta vida, pero su vehemente juventud lo impulsaba a creer en el futuro. Amaba cada segundo de la existencia, lo saboreaba hasta exprimir la última esencia de alegría, dolor y vida que lo componía, con la única condición de no deleitarse nunca en ello más de lo que permitía la duración del estricto presente. Resultaba encantadora la forma en que lograba que cuantos se encontraban a su alrededor percibieran la vida con la misma frescura que emanaba de su radiante sonrisa.

A decir verdad, quizás su rostro no reía en exceso, tal vez para no desgastar el brillo metálico de su sonrisa, pero su corazón, aunque él lo ignoraba por completo, era un refugio de consuelo para el que sufría. No, no necesitaba sonreír para traslucir la bondad de su ser ni ese deseo de riqueza espiritual desbordante que lo colmaba.

Sin embargo, para desconcierto de sus más íntimos allegados, en ocasiones, David parecía poner todo su empeño en ocultar la insólita y hermosa magnificencia de su naturaleza. Refugiaba su sensibilidad en las respuestas evasivas de los niños-hombre que se resisten a crecer, o de los hombres-niño que anhelan una época en que las penas se curaban con un beso en la herida. Resultaba incongruente con su apego al presente, pero tal vez era ese aspecto ilógico e incomprensible lo que lo convertía en alguien de quien resultaba inevitable no querer conocer hasta el último pensamiento. No obstante, cuanto más y más se intentaba llegar hasta él, pasada la cálida atracción que generaba su consuelo al alma abatida, más y más enloquecedora resultaba su silenciosa negativa a conseguir la clave de su intrincado ser.

No existía equilibrio entre la intimidad que lograba exponer de uno mismo, sintiéndose desnudado a cada pregunta formulada con su expresión sincera e irrevocable, y la que se conseguía llegar a atisbar de él. En ocasiones, con un falso enfado, no era difícil sentir el deseo de mostrarse firme y no dejar que volviera a desvelar los secretos ocultos, en un arrebato egoísta de asirnos a lo único que de alguna forma nos pertenecía y nos ayudaba a marcar nuestra identidad.

Pero era imposible resistirse. Es demasiado poderoso el encanto de unas palabras amigas en los momentos de debilidad. Aunque escruten hasta la última idea del pensamiento que te constituye, y sólo quede la desnudez de un ser abatido que nunca tendrá la fortaleza necesaria para dejar de necesitar consuelo.
Tuvimos que aprender a resignarnos.

David está creciendo. Continúa siendo pura bondad y demasiado misterio. Su sonrisa carece del anterior brillo metálico y ahora la derrama en abundancia. Quizás fue porque, por fin, alguien supo encontrar las palabras en el momento oportuno, todavía abierto al cambio. O porque aprendió, esperemos que no demasiado tarde, que al dejar de hacer aquellas inmersiones fugaces en la máscara de la indiferencia le hacía un favor a la vida. Y nos daba un regalo a quienes lo rodeábamos.

Ojalá exista siempre a nuestro lado. Quién no necesita que le permitan ver la realidad del propio ser y que lo consuelen con palabras sencillas y sinceras. A mi lado. Todo bondad y un tanto menos de misterio.

miércoles, 20 de enero de 2010

En el lugar de siempre.




Como cada mañana, aún adormilada, se encuentra sentada en la mesa situada junto a la ventana por la que entran los primeros albores del día, intentando leer el periódico mientras mira con aire distraído a los transeúntes. Faltan apenas unos pocos minutos para que él entre por la puerta de esa cafetería, y como cada día, parecen prolongarse con una elasticidad inusitada. Ya está nerviosa, cada vez falta menos para el gran paso, la ansiada e ilógica locura –¡nunca antes realizada!- de un salto al vacío. Hoy, sí, hoy, lo saludará.

Y entonces, puntual, él entra por la puerta. Lo ha visto tantas veces... y como siempre, también hoy siente el impulso de correr a esconderse tras la columna más cercana y desaparecer a sus ojos. Si pudiera, se agazaparía debajo de la mesa. Pero se esfuerza en mantener la compostura y baja la cabeza simulando continuar concentrada en la lectura.

Él camina con paso decidido hacia su lugar de siempre, la mesa situada junto a la ventana opuesta, la que da al parque y que todavía se encuentra sumida en la penumbra. Parece necesitar la oscuridad para sus reflexiones. Por el camino, y con una educación exquisita, recibe con humildad los elogios de los habituales de la cafetería, seguidores incondicionales de sus publicaciones. “Su artículo de ayer me hizo llorar”, afirman los más sinceros, “Es usted un joven de gran talento, ¡un maestro de la palabra!”, señalan los más elocuentes.

Ella lee su periódico. Lo ha visto tantas veces, sin pretender coincidir con él –sin pretender querer coincidir- que no necesita mirarlo para saber que ya está sentado, como de costumbre, hilvanando el argumento de su segunda novela. De hecho, siente que ni tan siquiera necesita verlo para percibir su presencia. Ni hablar con él para conocerlo.

Ha leído todos los artículos que escribe en el periódico local en el que trabaja, y devoró su primera novela con la avidez en la lectura que confiere el estar descubriendo a la propia alma gemela. Por eso, desde que hace dos meses supo quién era el joven que cada mañana acudía puntual a su café en la mesa situada junto a la ventana opuesta, sumida en la penumbra, como si necesitara envolverse de oscuridad para reflexionar, no ha faltado ni un solo día a su sitio junto a la ventana por la que entran los primeros albores del día, como si la luz de la mañana le fuera a marcar el camino hacia él.

Le gustaría poder transmitirle que conoce los pensamientos que acompañan a cada una de sus miradas, que identifica los gestos con los que lucha por ocultar su timidez, que siente en su propia vida lo que pretende transmitir a través de sus artículos y que ambos viven una existencia percibida a través del prisma del romanticismo y la inocencia.

En un mundo frívolo y ambicioso, es un secreto inconfesable que se esfuerza por disimular, pero también ella lucha por ocultar al universo su frágil sensibilidad, reconoce los gestos de él en su propia mímica, desnuda su ser en historias que guarda en el fondo de un cajón y sueña para sus adentros con entregar su alma al que deba ser su gran amor.

Si pudiera, le diría tanto...

Hoy, sí, hoy, lo hará. Se levantará, irá hasta su mesa y con su mejor sonrisa, lo saludará con los mismos halagos que escucha cada día. Y por fin podrá comenzar a hablar con él. No, no. Si todos lo adulan de la misma forma, ¿qué originalidad tendría que también ella lo hiciera? ¿Y después qué? ¿Y...?

La seguridad fugaz ya ha pasado. Y desaparecido.

Mientras la anónima joven sentada junto a la ventana por la que entra la luz del sol se encuentra absorta en la lectura del periódico, él está jugando con el sobre del azúcar. Con la mirada ausente, lo rompe con deliciosa meticulosidad en decenas de pedazos que acumula con orden en un montón. Está ahí sin estar, cerca y distante (¡dónde se encontrará su mente!). De súbito, un gesto imperceptible cambia la totalidad de su expresión, coge el bolígrafo y garabatea con énfasis trazos ligeros en su cuaderno.

No puede evitar sentir curiosidad por aquella figura femenina que jamás falta a su cita con ella misma todas las mañanas. En ocasiones, incluso le gustaría presentarse. Sin ambargo, cuando parece próximo a tomar la resolución, los escasos metros que los separan se convierten en un abismo. No quiere resultar atrevido ni entrometido, ni mucho menos, exponerse a destruir un sueño al conocerla. Sabe que detrás de ella podría existir una gran historia que contar y él ya lo está haciendo. Ha sido la inspiración perfecta para uno de los personajes de su próxima novela, la joven tímida y solitaria con tanto que decir y tanto miedo a romper el silencio.


Después de unos minutos, se levanta, se coloca la chaqueta, paga la cuenta, y cruza de nuevo la cafetería con paso apresurado, ajeno esta vez al mundo que lo rodea. Al salir por la puerta, deja tras de sí un rastro de vacío. Como cada día.

No obstante, hoy ha sido diferente al anterior. Ella sabe que está cada vez más cerca de lograrlo. El día más insospechado, se armará de valor y lo saludará con la seguridad que aún no ha terminado de aprender a aparentar. Lo siente con certeza. Y entonces, un gesto apenas imperceptible cambia la totalidad de su expresión. Son escasas las ocasiones en las que se halla donde aparenta estar. Su pensamiento ha regresado de quién sabe dónde y deja de jugar con los pedazos del sobre de azúcar que ha dispuesto, con ferviente minuciosidad, en un pequeño montículo. Cierra el periódico, se levanta, se pone el abrigo y paga la cuenta. Aún no lo sabe, y quizás no esté en su destino conocerlo, pero a su paso, todo vacío se colma. Es la ilusión desbordante que tan sólo poseen los románticos incurables.

Y al cruzar la puerta, regresa a la realidad. Se disimulará a sí misma. Hasta mañana, a la misma hora y en el mismo lugar en el que, por un breve instante, volverá a ser ella.

jueves, 7 de enero de 2010

La frase perfecta



Cuántas veces me habré encontrado en una situación así. Deseando, por fin, encontrar las palabras magníficas y geniales capaces de cambiar el curso del Destino. O, al menos de un destino. Mi destino.

Y en cuán pocas ocasiones encontré esa frase perfecta, conmovedora pero sin dramatismo, sintética y suficiente, dura, penetrante, alentadora, aleccionadora, suave y sutil, directa, acariciante, verosímil y veraz, acalladora. Sin posibilidad de ser refutada ni evadida. La verdad en sí misma.

No, en realidad, nunca la hallé. Y si tal vez algún instante estuve en posesión de lo que se me antojaba un acercamiento a ella, callé, temeroso de errar e iniciar un debate sin fin e irreconciliable, extenuante y aún más separador o precipitar mi inevitable olvido en el otro con mi suma necedad.

Lo nunca dicho.

Y su insoportable carga.

Cercano ya el crepúsculo de mi vida, deseando haber podido llevar una existencia plena y dichosa, alcanzando el equilibrio entre la ilusión y lo logrado, me encuentro ante la certidumbre de tener que escoger las que serán mis últimas palabras.
Ante todos aquellos que en algún momento quise, y me quisieron. Y que pretendieron olvidarme. Vendrán, lo sé. Ni tan siquiera una vida entera de separación y rencor es suficiente para no dejarse conmover ante el rostro de la muerte.

Y cómo... cómo resumir, en el tiempo de vida que me queda, lo nunca dicho. Cómo hallar el perdón y la reconciliación si ya en un una vida, no fue hallada. Cómo formar parte del recuerdo y permanecer en ellos. Cuál es la frase perfecta.

He pasado tanto tiempo encerrado en mí mismo, cerciorándome de todos mis errores y recordando, una y otra vez, los frustrados intentos de enmienda que, en las postreras horas de mi agonía, alcanzar las palabras de redención se me antoja imposible.

Toda una vida transcurrida entre libros, dedicado al culto del pensamiento hecho palabra y de la palabra en sí misma, definiéndome a través de ella, y tan incapaz, aún, de conocer qué es la sabiduría.

Sí, soy un maniático y lo reconozco. Nunca he tenido reparos en afirmarme en ello. Exploro cada palabra, cada sutileza del lenguaje, sonido, cadencia, ritmo y múltiples significados en infinidad de contextos. Qué sería de mi mundo sin palabras. Sin su belleza individual, sin su pureza intrínseca. Palabras etéreas que se desvanecen en el momento en que se las piensa o dice, aunque yo ya digo poco y dije aún menos, que se escapan entre los subterfugios de la mente a nadie sabe dónde, sin dueño, más libres de lo que nunca fui. Libre con ellas. Libre gracias a ellas.

Y atado a ellas, tan prisionero de las que nunca existieron.

miércoles, 6 de enero de 2010

Desde aquel faro...


Si nuestro ser fuera tan sólo un alma inmortal sin necesidad de contacto humano, ni de alimento, ni de cualquier aliento material, y nos fuera asignada la elección del lugar desde el que ver pasar la eternidad, escogería el faro refugio de mi adolescencia.

Como si de un ciclo de quimérica perfección se tratara, cada mañana me embelesaría ante el tímido despuntar del alba, y cada tarde dejaría volar mi alma tras la búsqueda de los últimos suspiros del crepúsculo, en un infructuoso mas nunca cesante intento de envolver mi eternidad en su suavidad y calidez.

Si estuviera en mis manos escoger cómo deseo regresar siempre a aquel faro, pediría acudir con la misma capacidad de asombro que el primer día. Sólo así ante cada atardecer, ante cada irrepetible composición de luz, color y sombras, ante cada sublime detalle, podré sentir que el tiempo detiene su curso y que la felicidad se halla, sin ir más lejos, en un rincón de paz. En un faro al atardecer.