Una de las firmes resoluciones que tomé a la tierna edad de doce años fue la de no escribir nunca sobre el amor. En ocasiones varias, al abandonar la infancia, me sentí tentada de romper la singular promesa, pero siempre me resistí a caer en la tentación de aquellos versos de adolescente que, por aquel entonces, pretendían decir lo mismo: Mi vida sin ti no tiene sentido. Un mensaje tremebundo, cuyo significado parecía haberse desgastado por la repetición. Podía sentirlo al ver a niñas de quince años llorando su primer desamor desconsolado en la puerta del colegio, que volvían a llorar de nuevo, a las dos semanas, las mismas lágrimas por un amor distinto y, con tristeza, lo observaba degradado a la vulgaridad de la pasión que encuentra su vía de escape en la decoración incívica de una puerta de lavabo.
No obstante, el principal motivo de mi aversión hacia aquellos versos era la facilidad con la que se pronunciaban. No encontraba explicación alguna a aquella moldeable capacidad de sentir por algunas de mis congéneres que, en efecto, esta vez sí, ya no volverían a equivocarse, no existía lugar para la duda, aquél era el varón que aportaría sentido a su existencia, y pensar de nuevo lo mismo con el siguiente.
Crecí y, de alguna forma, como tantas otras almas, lo viví. Aquella indescriptible explosión de euforia que causa vislumbrar la pieza que falta en la propia vida, y la terrible desazón al perderla. Al observar, resulta fascinante desear escoger sentir el dolor ajeno tan sólo para acompañar a la persona amada y evitarle el suplicio añadido de la soledad.
No obstante, el principal motivo de mi aversión hacia aquellos versos era la facilidad con la que se pronunciaban. No encontraba explicación alguna a aquella moldeable capacidad de sentir por algunas de mis congéneres que, en efecto, esta vez sí, ya no volverían a equivocarse, no existía lugar para la duda, aquél era el varón que aportaría sentido a su existencia, y pensar de nuevo lo mismo con el siguiente.
Crecí y, de alguna forma, como tantas otras almas, lo viví. Aquella indescriptible explosión de euforia que causa vislumbrar la pieza que falta en la propia vida, y la terrible desazón al perderla. Al observar, resulta fascinante desear escoger sentir el dolor ajeno tan sólo para acompañar a la persona amada y evitarle el suplicio añadido de la soledad.
Y tan triste todos aquellos casos en que la persona querida escoge evitar la compañía. Tan triste cuando un alma no tiene a nadie por quien sacrificar o regalar nada, y entrega a la soledad cuanto podría entregar a otra persona. Decía Vicente Aleixandre, “Amor mío, amor mío. Y la palabra suena en el vacío. Y se está solo”.