lunes, 22 de noviembre de 2010

Resoluciones

Una de las firmes resoluciones que tomé a la tierna edad de doce años fue la de no escribir nunca sobre el amor. En ocasiones varias, al abandonar la infancia, me sentí tentada de romper la singular promesa, pero siempre me resistí a caer en la tentación de aquellos versos de adolescente que, por aquel entonces, pretendían decir lo mismo: Mi vida sin ti no tiene sentido. Un mensaje tremebundo, cuyo significado parecía haberse desgastado por la repetición. Podía sentirlo al ver a niñas de quince años llorando su primer desamor desconsolado en la puerta del colegio, que volvían a llorar de nuevo, a las dos semanas, las mismas lágrimas por un amor distinto y, con tristeza, lo observaba degradado a la vulgaridad de la pasión que encuentra su vía de escape en la decoración incívica de una puerta de lavabo.

No obstante, el principal motivo de mi aversión hacia aquellos versos era la facilidad con la que se pronunciaban. No encontraba explicación alguna a aquella moldeable capacidad de sentir por algunas de mis congéneres que, en efecto, esta vez sí, ya no volverían a equivocarse, no existía lugar para la duda, aquél era el varón que aportaría sentido a su existencia, y pensar de nuevo lo mismo con el siguiente.

Crecí y, de alguna forma, como tantas otras almas, lo viví. Aquella indescriptible explosión de euforia que causa vislumbrar la pieza que falta en la propia vida, y la terrible desazón al perderla. Al observar, resulta fascinante desear escoger sentir el dolor ajeno tan sólo para acompañar a la persona amada y evitarle el suplicio añadido de la soledad.



Y tan triste todos aquellos casos en que la persona querida escoge evitar la compañía. Tan triste cuando un alma no tiene a nadie por quien sacrificar o regalar nada, y entrega a la soledad cuanto podría entregar a otra persona. Decía Vicente Aleixandre, “Amor mío, amor mío. Y la palabra suena en el vacío. Y se está solo”.




lunes, 1 de noviembre de 2010

Raíles

Los viajes en tren siempre me han resultado la frágil unión entre el pasado que nos resistimos a abandonar y el futuro (todavía) percibido como un hermoso y vehemente sueño.

El regreso del hogar que nos crió hacia la ciudad que nos ha visto nacer a la vorágine ambiciosa y competitiva del mundo adulto implica la nostalgia por las horas calladas y dulces que pasé frente al mar que en el tren se refleja en su recorrido por la costa. Si pudiera retroceder en el tiempo regresaría a uno de aquellos momentos serenos y sublimes, que ya entonces deseaba detener y convertir en inmortales, con la oculta ilusión de que el tiempo me escuchara.

Y de alguna forma, fui complacida. No congelé el instante de forma física, no lo atrapé entre mis manos para convertirlo en algo tangible y seguro, pero siempre regresa al recuerdo. Se deja atisbar en los paseos por la costa urbana y bulliciosa, se revive en la playa de mi infancia y se intuye, en el limbo entre realidad y sueño, al ojear por la ventana con la nostalgia que atrae el sonido de un tren que te aleja de lo que fuiste y te acerca a quién sabe qué destino.



"Yo, para todo viaje siempre sobre la madera de mi vagón de tercera, voy ligero de equipaje. Si es de noche, porque no acostumbro a dormir yo, y de día, por mirar los arbolitos pasar, yo nunca duermo en el tren, y, sin embargo, voy bien. ¡Este placer de alejarse! Londres, Madrid, Ponferrada, tan lindos... para marcharse. Lo molesto es la llegada. Luego, el tren, al caminar, siempre nos hace soñar; y casi, casi olvidamos el jamelgo que montamos. ¡Oh, el pollino que sabe bien el camino! ¿Dónde estamos? ¿Dónde todos nos bajamos? ¡Frente a mí va una monjita tan bonita! Tiene esa expresión serena que a la pena da una esperanza infinita. Y yo pienso: Tú eres buena; porque diste tus amores a Jesús; porque no quieres ser madre de pecadores. Mas tú eres maternal, bendita entre las mujeres, madrecita virginal. Algo en tu rostro es divino bajo tus cofias de lino. Tus mejillas esas rosas amarillas fueron rosadas, y, luego, ardió en tus entrañas fuego; y hoy, esposa de la Cruz, ya eres luz, y sólo luz... ¡Todas las mujeres bellas fueran, como tú, doncellas en un convento a encerrarse!... ¡Y la niña que yo quiero, ay, preferirá casarse con un mocito barbero! El tren camina y camina, y la máquina resuella, y tose con tos ferina. ¡Vamos en una centella!".
Antonio Machado.