sábado, 27 de marzo de 2010

Los avances de la ciencia: dolor emocional

Recientemente, un colaborador en la sección de Inteligencia Emocional del blog de Eduardo Punset, Josep López, citaba la noticia según la cual un equipo de investigación estadounidense había demostrado la correlación existente entre las áreas del cerebro implicadas en el procesamiento del dolor emocional y las del dolor físico. “Gracias a nuevas tecnologías (…) un equipo de científicos confirma que el sufrimiento emocional puede doler físicamente. La razón se encuentra en la investigación cerebral que han realizado y que revela que la parte del cerebro que procesa el dolor físico también se encarga de procesar el dolor emocional”.

Tras la curiosa noticia, se podría afirmar que gracias a estos estudios disponemos, por fin, de la base científica para poder acudir a urgencias y expresar nuestro sufrimiento emocional, sin temor a sufrir por ello el menoscabo de las miradas despreciativas hacia los dolores menores.

- Doctor, se me ha roto el corazón.
- ¿Se le ha roto el corazón? ¿Y cómo es eso?
- Verá, doctor, antes me lo rompían o era yo mismo quien, harto de sus latidos acompasados y de sus sentimientos apasionados decidía acabar con él y resquebrajarlo en mil añicos. Con el tiempo, parecía recomponerse. Pero esta vez, doctor, esta vez ha sido diferente. Desconozco el cómo, y no comprendo el porqué, ni tan siquiera me he percatado del cuándo, pero se me ha roto. Lo siento ahí, dentro de mí, roto y descompuesto.
- Comprendo- asentirá el médico mientras comienza a anotar en la historia clínica algo parecido a “varón de 38 años que acude a urgencias por el corazón roto”-. Pero, ¿qué siente exactamente? ¿Presenta los mismos síntomas que en las ocasiones anteriores? ¿le duele?
- No, doctor. Esta vez es diferente. No siento dolor, al menos, no aquel dolor punzante que me impedía respirar. Es el dolor que queda cuando te arrancan algo. Es... ¿cómo explicárselo?
- Tranquilo, no hay prisa. Dígame, ¿qué siente?
- El vacío, doctor.
- ¿El vacío? Pero su corazón sigue estando ahí, más o menos roto, pero ocupando el espacio que le corresponde.
- ¿Usted cree? ¿Y si esta vez se han extraviado algunos fragmentos? ¿Y sin son piezas irrecuperables? ¿Y si mi corazón nunca vuelve a ser el que era? Este vacío es inmenso, sé que me falta algo.
- Entiendo.

Entonces, el médico nos inspeccionará, palpará, percutirá y auscultará pacientemente. No encontrará nada fuera de la normalidad, pero el historial de corazón magullado por causas vagas e imprecisas, con sintomatología de dolor y vacío le hará sospechar de alguna patología oculta y tal vez se decida por una analítica, un electrocardiograma, una placa de tórax y, quién sabe, quizás un ecocardiograma.

- Todo se encuentra dentro de la normalidad, regrese dentro de quince días para recoger los resultados de la analítica.
- Pero... ¿cómo va a estar todo normal? ¿y el vacío? ¿no ha notado algo hueco al explorar?
- Su corazón está ahí, no se preocupe – nos dirá con voz tranquilizadora mientras garabatea unos trazos ininteligibles en una receta-. Vaya a la farmacia y compre estos dos medicamentos. El primero es analgésico, para el dolor, tómelo a demanda, el tiempo que necesite, no más de tres comprimidos al día.. Del segundo tome un comprimido por la mañana y otro por la noche, durante diez días. Ayuda a juntar las piezas, a cerrar las heridas y hace crecer los fragmentos que se han perdido. También regenera las partes deterioradas con el tiempo.
- Vaya, y yo que pensaba que era el tiempo el que todo lo curaba.
- Y así es, pero no siempre. Tenga la receta, con un envase tendrá más que suficiente.
- ¿Es efectivo, doctor?
- El éxito en la curación está descrito en un 95% de los casos.
- ¿Y si yo formo parte del 5% restante?
- Vuelva, le daré más.

Y saldremos de allí con la cabeza un poco más alta que cuando entramos, gracias a la renovada esperanza. En tan sólo diez días se habrá llenado de nuevo ese vacío, en tan sólo diez días, con un comprimido por la mañana y otro por la noche, volveremos a ser los de antes. Sanos e imperfectos, pero con un corazón regenerado.

Se debería estudiar el efecto placebo en el dolor emocional.



“A veces pienso que el cerebro tiene envidia del corazón. Y lo maltrata y lo ridiculiza y le niega lo que anhela y lo trata como si fuera un pie o el hígado. Y en ese enfrentamiento, en esa batalla, siempre pierde el dueño de ambos”. David Trueba.


jueves, 18 de marzo de 2010

Troncalidad



Ahora que la troncalidad del MIR parece un hecho irrevocable y que en unos pocos días, miles de estudiantes de Medicina hemos presenciado estupefactos cómo se modificaban nuestros esquemas vitales fortalecidos a base de interiorización durante cinco largos años de carrera (largos, muy largos, pero no tanto), resulta divertido pensar en el más banal de todos ellos, la respuesta a esta simple pregunta:

- ¿Y cuándo dices que acabas la carrera?

Hasta hace tres días, la conversación hubiera seguido de la siguiente forma:

- ¡Me queda un año y tres meses!
- Ah, bueno, ¡aún te queda!
- ¡No! ¡Pero si eso ya es nada!
- Sí, tienes razón. Después de cinco años... un año ya no es nada. ¿Y después?
- ¿Después? Estudiar 6 meses para el MIR, escoger plaza y comenzar a trabajar como residente de una especialidad durante 4 ó 5 años.
- Buf...
- ¡No, no! ¡Si en realidad ya acabo! – exclamas preso de una extraña mezcla de euforia y pavor-. Después ya es un trabajo como otro cualquiera.

Ahora, ya no serán necesarios 3 minutos de explicaciones, podremos resumirlo de esta manera:

- ¿Y cuándo dices que acabas la carrera?
- No, no... no he mencionado nada sobre terminar...
- Ya, pero, ¿cuándo la acabas?

Entonces, con el semblante desolado y la mirada perdida en el infinito, mirando a través de nuestro interlocutor allá hacia donde se escapa nuestra juventud, tras un largo silencio por un duelo intransferible, responderemos:

- Nunca.

Es esencial encontrarle el humor a esta pantomima melodramática. O todos comenzaremos a rememorar aquellos otros sueños que abandonamos al escoger este camino, y los preferiremos antes que éste.

Una compañera nos expresaba, hace muy poco, en una de tantas crisis existenciales por las que todos pasamos, lo muy feliz que hubiera sido trabajando en una floristería y embelesándose con el olor y colorido de las flores. Hubiera hecho felices a las personas creando hermosos centros de mesa y recomendándoles la combinación perfecta para el ramo de flores de una declaración de amor. “¡No, aguanta!”, nos sobresaltamos todos al unísono, “piensa que ya has hecho cinco años... por uno más que te queda, no vas a rendirte ahora”.

No obstante, lo cierto es que cuanto más escuchamos su sueño de La Floristería Feliz, más y más sueños olvidados comienzan a resurgir de ese rincón de nuestras almas al que enviamos todo lo que alguna vez quisimos olvidar por algo que creímos mejor. Al fin y al cabo, a los cinco años de edad, en la cima de la felicidad sin saberlo, ¿quién sueña con salvar vidas?

Una soñaba con ser cartera, otra panadera, yo misma siempre he soñado con.... En fin, lo cierto es que estamos descubriendo que no hace falta sufrir tanto para intentar hacer feliz o ayudar a alguien. La Panadera nos está enganchando con su ideal del Horno de las Maravillas. Y más aún, con su sueño dulce (y sus palabras desesperadas) acerca de una vida sencilla y feliz.

Un momento. El sonido casi melodioso de la frase me obliga a repetirlo para volverme a deleitar en él: el sueño dulce de una vida sencilla y feliz.

Sin embargo, (“¡Oh, sin embargo!”), deberíamos volver a la respuesta que le dábamos a nuestra amiga mientras nos hablaba de su floristería imaginaria. “Piensa en todo lo que ya has recorrido, no vas a rendirte ahora”. Pues eso, por unos años más añadidos que nos han regalado (y algo más, pero de nada sirve lamentarse), seguiremos adaptándonos. Como siempre, como tantas otras veces. No debemos olvidarlo: adaptarse –cuando ya nada queda por hacer- forma parte del proceso vital.

sábado, 6 de marzo de 2010

Sobre el abandono


No podemos obligar a nadie a permanecer a nuestro lado cuando desea alejarse de nosotros, por muy oculto y extraño que nos resulte el motivo. Aunque nos desespere la incomprensión y nos angustie el distanciamiento silencioso de quien aportó a la propia existencia un sentido último y superior al que ya tenía y se marche llevándose más de lo que entregó.

Y de qué sirve entonces, ante la inutilidad de todos los esfuerzos por impedir lo que tan sólo conseguiremos demorar en el tiempo, rogar no caer en el olvido cuando lo cierto es que se alejan para eliminar hasta el último resquicio de nuestro ser en su memoria. Quizás por nosotros, quizás por ellos mismos. Al fin y al cabo, así como los demás son el espejo en que nos reflejamos, también cada uno de nosotros es el reflejo de alguien. De sus más fabulosos aspectos y de sus mejores cualidades, de sus defectos banales y de sus grandes miserias.

Es fácil mirarse en un espejo que devuelve la bondad del propio ser, pero más sencillo aún huir cuando ante uno mismo se desnuda el alma y quedan expuestos los miedos y conflictos más inconfesables. ¿Qué hacer llegado ese momento? ¿Desaparecer como alma que lleva el diablo en busca de otro espejo que nos desconozca y tan sólo nos muestre lo hermoso que hay en nosotros, en un infructuoso intento de creérnoslo y olvidar de nuevo todo lo que somos?

Parece la opción sencilla. La que hemos escogido y visto escoger ante nuestros esfuerzos inútiles en demasiadas ocasiones. Pero se nos olvida el propio daño inflingido que produce el abandono de alguien a quien alguna vez quisimos y que sin lugar a dudas, si a pesar de conocer los detalles horripilantes que nos constituyen, los miedos que nos inducen a alejarnos de su lado y los conflictos irresueltos que nos acompañarán allá donde vayamos, se desespera en silencio por su incapacidad para mantenernos a su lado, no cabe duda de que nos quiere.

Abandonar no sólo hiere al que es abandonado, ya que todo acto de alejamiento, de desprendimiento, de olvido de aquello que alguna vez nos importó e incluso nos enseñó dónde se encontraba nuestro corazón, nos daña de forma silenciosa e irreparable. El desgarro existe aunque pretendamos negarlo.

Ojalá fuera sencillo pronunciar un “no te alejes de mi lado”. Ojalá lo fuera más aún ser escuchado y escuchar, responder y por encima de todo, quedarse.

Volveré a repetirlo: existiría menos dolor en el mundo si fuera más sencillo decir “no te vayas, quédate conmigo” y si por encima del ruido de los temores y las indecisiones, de los propios horrores y fantasmas, del miedo al sufrimiento y a la incertidumbre, fueras capaz de escuchar esa voz que también es la tuya y quedarte.