martes, 16 de febrero de 2010

Y entonces, ¿ahora qué?



Es curioso, por la frecuencia en la que pienso en aquello que deseé a los 12 años en el momento de hacer una elección, siento que fue entonces realmente cuando tomé las grandes decisiones de mi vida. Sobre qué clase de persona quería ser, cuáles iban a ser los principios en los que basaría mi existencia y qué quería ver al llegar al final de mi vida y mirar atrás.

No debería haber pensado tanto. Quizás ahora no me resultaría tan complicado rebelarme contra las elecciones que un día decidí que tomaría a medida que se fueran presentando. Porque ha llegado otro de esos momentos importantes, y si bien hasta ahora he actuado guiándome por las bases que un día establecí, he decidido aceptar la realidad: la felicidad se puede encontrar de muchas formas.

Así pues, ahora que se han removido los pilares de mi existencia, que he cuestionado lo que siempre he deseado y lo que en estos momentos deseo, que podría cambiar demasiadas de esas cosas con las que hasta hace tan poco he soñado, porque me he cerciorado de que la felicidad no está en un lugar específico, ni en un trabajo en concreto, ni tiene una forma determinada, sino que puedo transportarla conmigo haga lo haga y esté donde esté, siento vértigo.

Sí, me he percatado de que podría cambiarlo todo. Y entonces, ¿ahora qué?

domingo, 14 de febrero de 2010

Sueños Rotos




Es increíblemente fácil hablar de los sueños rotos. Son abundantes, se encuentran por doquier, y de carácter sumamente variado. Es casi imposible intentar resumir sus motivos en unas pocas líneas. Sin embargo, hay un elemento crucial, inalienable, que los caracteriza: el dolor.

Los Genuinos Sueños Rotos se diferencian de Las Pequeñas Ilusiones Truncadas precisamente en la intensidad y duración de ese dolor. De hecho, Las Pequeñas Ilusiones Truncadas no duelen, molestan. Frases tan simples y castizas como “es lo que hay”, “qué le vamos a hacer” o “no todo puede salir bien”, son suficientes para consolar a quien sufre de alguna de ellas. Además, suelen acompañarse de un curioso fenómeno compensatorio: Pequeña Ilusión Truncada siempre va seguida de Pequeña Ilusión Realizada. O dicho de otra forma, la felicidad simple y menuda llega a pequeñas dosis.

Sin embargo, Los Genuinos Sueños Rotos son inconsolables. Y duelen. El dolor no debería ir acompañado de adjetivos que intenten mostrar su crudeza. La palabra dolor, por sí misma, debería ser el reflejo de todo lo que por añadidos se intenta perfilar, ya que para quien lo sufre, pretender describirlo como visceral, tremebundo, lancinante, desgarrador, insoportable, hiriente, inhumano, siempre es poco. Casi una falta de consideración.

Por añadidura, Los Genuinos Sueños Rotos, en contadísimas ocasiones, y no diré nunca porque una base de formación científica ha logrado limitar mi uso de esa significativa palabra de nuestro vocabulario, se acompañan de Grandes Sueños Cumplidos. No existe ni la equidad, ni las compensaciones. El dolor se convierte, entonces, en un modus vivendi.

Siendo casi una niña, leí una interesante anécdota (siento no recordar ni la fuente ni el autor) acerca de una joven soprano. Sus padres, que observaban cómo comenzaba a despuntar en el mundo de la lírica gracias a sus excelentes cualidades vocales, le preguntaron a su maestro si llegaría a lo más alto: “Seré sincero”, les respondió él, “No, nunca lo logrará, está destinada a la mediocridad", "¿Pero por qué?", preguntaron sus perplejos padres, "Porque su técnica y ejecución son excelentes, pero no ha sufrido lo suficiente como para poder plasmar el dolor en su obra y que dé fruto”.

Cuando alguien sufre solemos escuchar de quienes le rodean una retahíla de explicaciones a su dolor. “Ahora eres más sabio”, “cuando superes esto serás más fuerte, podrás enfrentarte a adversidades mayores y superarlas”, “piensa cuánto te ha permitido aprender esta experiencia”, “tranquilo, ahora que ya lo sabes esto no se volverá a repetir”, y el resignado y siempre misterioso, mi favorito, “todo sucede por una razón”, acompañado de “con el tiempo lo entenderás”.

Todo lo dicho es cierto, qué duda cabe. Y por supuesto, toda posible explicación apacigua a un ser desesperado. Es llamativa la forma en la que creemos cuanto consuelo nos digan en esos momentos. Todo cuanto antes, durante tanto tiempo se nos antojó fantástico y maravilloso, en apenas unos minutos, cuatro palabras bien intencionadas de un amigo nos conducen a pensar que, en realidad, no merecía tanto la pena. Y cómo deseamos creerlo.

Sin embargo, existe una duda que aún no he conseguido resolver. ¿Es realmente necesario sufrir? ¿Tan necesario como nos parece cuando nos aferramos a estos pensamientos? ¿O son tan sólo frases y anécdotas que la Humanidad ha interiorizado para intentar mitigar El Dolor?

Sea como fuere, y porque pensar lo contrario conduciría a un camino del que prefiero no conocer el final, he decidido aceptarlo. Acepto que El Dolor me hará un poco más sabia y un poco más fuerte (aunque decir algo menos ignorante y algo menos débil sería más justo), que quizás sea ésta la manera en la que, el día de mañana, podré superar algo distinto y peor, que lo que se aprende con fuego, a fuego queda grabado, por lo que (en principio), seré capaz de que no vuelva a repetirse y que, por supuesto, algún día –quién sabe cuándo, esperar forma parte del proceso de aprendizaje-, comprenderé La Razón.

Así pues, con sinceridad, doy las gracias a los Genuinos Sueños Rotos por cuanto me han aportado.

Maldita sea.

Retrato médico: Toc, toc, estimado Dr. Y.

Estimado Dr. Y.,

Quizás esta forma de presentación no sea la habitual ni el método convencional para proceder, pero en ausencia de otros referentes por los que decantarme, me he decidido a escribirle esta carta ya que deseo conocer su opinión de reputado psiquiatra.

Verá, se trata de un amigo por el que temo la posibilidad de que padezca algún tipo de trastorno obsesivo compulsivo. Le ruego que disculpe mi atrevimiento, en primer lugar, por hablarle de las intimidades de un amigo sin su consentimiento, pero he considerado que la estrecha relación de amistad que nos une desde la niñez es licencia suficiente para llevar hasta este punto mi preocupación por él. En segundo lugar, también deseo pedirle disculpas por mi osadía al mencionar un posible diagnóstico, dado mi completo analfabetismo en la materia, pero los hechos hacen innegable la veracidad del mismo.

Su vida se rige por el orden más riguroso y siempre se ha...


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Apreciado Dr. Y.,

Creo que tengo un problema. Mi vida se rige por el orden más riguroso y siempre me he enorgullecido de acometer todos mis actos con la más meticulosa pulcritud. Sigo unos estrictos y metódicos horarios (considero que la disciplina es la base de todo posible avance a nivel tanto personal como profesional), e intento realizar toda tarea con absoluta perfección, repitiendo y llevando a cabo cuantas comprobaciones del proceso y del resultado sean necesarias.

Mi desarrollo a nivel profesional es brillante, pero mi fracaso en las relaciones personales y las ya reiteradas ocasiones en que he comprobado que mi comportamiento no se corresponde con el habitual de mis congéneres, me han conducido a una terrible sospecha. ¿Tendré acaso lo que ustedes, los psiquiatras, denominan un trastorno obsesivo compulsivo?

Verá, abandonar el escritorio, aunque sea para un breve descanso con mis compañeros, sin concluir la redacción de los informes se me antoja imposible por la angustia que me produce. Una vez finalizados, necesito repasarlos cuantas veces crea conveniente hasta alcanzar la perfecta combinación de estilo y contenido, sin importarme las horas que dedico a ello, muchas más que las que mis compañeros emplean en realizar las mismas tareas. Esto no me supondría ningún problema hasta que, hace ya algún tiempo, pude comprobar el profundo desasosiego que me causó verme forzado a entregar un informe en que no pude cuidar hasta el último detalle.

De repente, me produjo horror la idea de que algo realizado por mí no alcanzara el grado de perfección para los demás (por supuesto, para mí nunca es suficiente) y sentí cómo una indescriptible sensación de miedo, angustia y pánico se apoderaba de mí. Me costaba respirar y por más que lo intentaba, a pesar de aumentar la frecuencia de mi respiración no entraba aire suficiente en mis pulmones, al tiempo que un terrible dolor punzante, justo en mi corazón, me llevó a la asfixiante idea de que la muerte nos acecha en todo momento.

Para todos los demás son tan sólo unas simples hojas escritas que deben recoger lo esencial, sin otros aspectos meritorios que cumplir lo básico. Para mí, por contra, cada frase escrita debe ser un reflejo de esa perfección que siempre intento alcanzar y que debe ir unida a mi persona. Mi vida es búsqueda.

Me aterra cambiar, pero me vi reflejado al ojear una revista médica y...


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Distinguido Dr. Y.,

Sé que tengo un trastorno obsesivo compulsivo y solicito su ayuda. La necesidad de perfección me esclaviza hasta el punto de repetir una y otra vez los mismos trabajos y acciones hasta asegurarme de que todo es inmejorable. Necesito comprobar que he cerrado correctamente las puertas exactamente cinco veces, abriéndolas y cerrándolas de nuevo, y aún así, no han sido pocas las ocasiones que he vuelto a casa a la hora del almuerzo para asegurarme de que, en efecto, todo estaba en orden. Lo mismo me sucede con la ventana de mi dormitorio, que da a un balcón fácilmente accesible, o con el gas, que podría ocasionar un fatídico accidente en un edificio donde viven, al menos, veinte familias.

Sin embargo, me da miedo cambiar, no quiero perder calidad en mi trabajo si abandono el ansia de perfección que me caracteriza. ¿Cómo podría ser de otra forma y seguir siendo yo mismo?


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Apreciado Dr. Y.,

Me dirijo a usted ya que conozco su distinción como psiquiatra y espero que pueda ayudarme. Verá, soy tan perfeccionista que hasta que no he comprobado una y otra vez hasta la extenuación detalles para otros tan simples, pero para mí esenciales, como la puntuación y la corrección gramática de una frase, soy incapaz de sentir tranquilidad o abandonar, aunque sea para un descanso, el trabajo que me encuentro realizando.



Apreciado Dr. Y.,

Me dirijo a usted ya que conozco su distinción como psiquiatra y solicito su ayuda. Soy tan perfeccionista que hasta que no he comprobado, una y otra vez, hasta la extenuación, detalles para otros tan simples pero para mí esenciales como la puntuación y la corrección gramatical de una frase, soy incapaz de sentir tranquilidad o abandonar, aunque sea para un descanso, el trabajo que me encuentro realizando.


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Dr. Y.,

Le ruego su ayuda. Yo...


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Dr. Y.,

Ayuda.

(Edición/?)





jueves, 4 de febrero de 2010

La condena


Tu condena ha sido tu propio ser. Tus formas son exageradas y asimétricas, carentes de armonía, aunque proporcionadas con tu mente, una burla a toda idea lógica. Vives en la soledad, puesto que son pocos los que se atreven a aproximarse a ti, individuo esperpéntico a primera vista. Naciste con el estigma de la diferencia, no entendida como aquella sutil y atractiva distinción que embellece, sino como la que exacerba la fealdad de quien fue condenado a vivir incomprendido.

Algunos osados se aventuran a cerrar los ojos y acercarse a ti, pero tú, pobre ser malherido, te niegas a dejarte sacar del abandono. No hay sufrimiento mayor para ti que el momento en el que te vuelven a olvidar en él. Quienes hace ya tanto te conocieron, nunca supieron a ciencia cierta si la naturaleza había jugado contigo creando a un genio, a un genio loco o a un loco a secas. Se divirtieron junto a ti, hasta que les dio terror la idea de no llegar a saberlo nunca. No les asustaba relevarte a la locura, sino no ser capaces de comprender la visión de genio que en ti había.

Crees que serías hermoso si tu apariencia externa se modificara. Y entonces nada importaría, tu excentricidad sería perdonada. Incluso halagada y envidiada. Crees que nada hay en ti que merezca admiración alguna, pues nunca has sido apreciado. Ni tan siquiera tú mismo, tan sumido en tu desgracia, has sospechado la singularidad de tu belleza. Pues ni hay belleza única, ni toda debe ser comprendida. Lástima que hayas aprendido tan bien a ocultarla a un mundo temeroso de quedar fascinado por cuanto no puede entender.

Tantos otros luchan por encontrar un rasgo diferente en su ser, algo único e irrepetible que les confiera su propia identidad. Tú, en cambio, escondes tu diferencia mientras esperas que, por fin, alguien al mirarte te dé el regalo de la normalidad.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Retratos (II)



Si supiera con certeza que no le molestaría, diría su nombre. Los nombres de reyes fueron creados para ser mencionados. Pero eso sería casi un ultraje para una persona insospechablemente tímida y reservada que con tanto celo se ha esforzado por preservar su intimidad de los juicios fáciles e insulsos, emitidos por mentes aún más simples y anodinas. Aquellos que derrumban lo que debiera ser admirado.

Sería demasiado sencillo resaltar su superficie de galán tierno y distante, de atractiva simpatía y sonrisa encantadora a la par que mordaz. Trivial describir sus aires de hombretón felizmente atormentado. O atormentado, con incursiones en la calma y la felicidad. No, quien ama la complejidad nunca se conformaría con la evidencia.

El riesgo de indagar en los reversos es el de caer en la adicción de los enigmas. Con el tiempo, se difumina el objetivo de encontrar respuestas por el de no perder nunca el estímulo que provocan las incógnitas.

Y él es un adicto a los reversos y las escalas de grises. Podría conformarse con la imagen de su reconocido altruismo, de ese preciado y singular consuelo que ofrece con paradójica inmisericordia. Pero es quizás su inusitada nobleza la que lo impide detenerse en su generosidad fácil y lo impulsa a buscar cuanto de mezquindad pueda existir su interior. Invisible para cualquier persona conocedora de mundo, cegadora para él. La soledad de esa visión, la certeza de saberse conocedor de algo oculto para todos los demás, lo aterra. Desearía poder ser como el resto, que deciden ignorar cuanto de oscuro pueda existir en ellos y arrojarse a la cómoda mediocridad, solo que él no está hecho para ella.

Ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que lo vi. Pero si tuviera que recordar una imagen de él, escogería imaginar una en blanco y negro, más ajustada a la verdad que la realidad en sí misma. Sería una de esas instantáneas misteriosas de luces inciertas tomadas a individuos que parecen absueltos del paso de los años. Anacrónicos. Con una mirada penetrante que traspasa el tiempo y el papel, enigmática, tan expresiva en su silencio. Según cómo se enfrente uno a esos ojos, en ocasiones parecen ocultar el anhelo callado de regresar a la infancia y detener allí el transcurso del tiempo, mientras que en otras, paradójicamente, muestran el deseo de vislumbrar el final del camino y conocer y comprender, tras la larga búsqueda, el lugar que le corresponde.


Es un niño adulto que creció leyendo novelas negras, aquellas en que el protagonista sabía que a la vida había que tratarla con no más seriedad de la imprescindible. Y sin percatarse de ello se ha convertido en uno esos héroes, tipos duros y misteriosos que, muy a su pesar, terminaban actuando guiados tan sólo por una nobleza magnífica.

En suma, es complejo, oscuro, inescrutable. Con una sonrisa fácil que dice más de lo que le gustaría pero mucho menos de lo que podría. Siempre a media sombra. Claro que así no tiene que lidiar con la responsabilidad que conlleva el propio reconocimiento de las grandes cualidades.

Si supiera que lo hubiera aceptado sin resistencias, me habría deshecho en elogios hacia una persona de humor inteligente e ironía delicada con la capacidad de hacer reír con extrema facilidad e impartir levedad a la vida. Le agradezco cuantas veces me ha ayudado a no sucumbir sepultada bajo su peso. Sin embargo, con una sabiduría genial, afirmaba Paul Auster en Un Hombre en la Oscuridad que “una buena persona se niega a creer que lo es porque sólo los buenos dudan de su propia bondad, y eso es precisamente lo que los hace así”. No, él nunca lo aceptaría.