jueves, 28 de enero de 2010

Sobre las miserias y otras inclemencias (I)



Uno nunca puede evitar preguntarse qué queda detrás del esfuerzo. Somos capaces de salvar obstáculos titánicos y de superar muchas más adversidades de las que nunca hubiéramos llegado a atisbar en los momentos de dicha.

Sin duda, nos conocemos a nosotros mismos en el infortunio. Exploramos la medida de nuestras fuerzas, de nuestra perseverancia, de la delicadeza fina y sutil que se precisa en todo acto vital. Ensalzamos el valor de la paciencia.

Sin embargo, también sentimos, por unos instantes, el vértigo que produce el asomarse al abismo de nuestro lado oscuro. Y hacemos equilibrismo casi circense para intentar mantenernos en el otro lado, sea cual sea su nombre. Con el tiempo, nos volvemos mejores equilibristas, mejores en evadir la oscuridad. Mejores en mitigar nuestros horrores. Y en olvidar que a pesar de todo, tras la lucha y la búsqueda, no siempre hay un final feliz.

Es entonces cuando surge la duda. La necesidad incipiente de una respuesta. Qué queda tras los obstáculos titánicos y las más variopintas adversidades, de conocer la medida de nuestras capacidades y explorar la paciencia y la sutileza con la delicadeza de un orfebre. De la vida y el sueño, ya vacío, que todo lo movió.

Cuál es el sentido de un esfuerzo estéril. Más allá del aprendizaje que conlleva toda desdicha, de removernos las entrañas e impedirnos volver a ser los mismos, qué hay. Tan sólo la certeza de otro nuevo esfuerzo, mayor que el anterior, siempre mayor. Que nos pondrá en entredicho, cuestionará toda esencia del último componente que nos constituye y expondrá a la luz, una vez más, la verdad de lo que somos.

sábado, 23 de enero de 2010

Retratos (I)




A David no le gustaba mirar atrás. Vivir en el pasado le hubiera resultado demasiado sencillo, teniendo en cuenta lo que había sufrido dada su corta vida, pero su vehemente juventud lo impulsaba a creer en el futuro. Amaba cada segundo de la existencia, lo saboreaba hasta exprimir la última esencia de alegría, dolor y vida que lo componía, con la única condición de no deleitarse nunca en ello más de lo que permitía la duración del estricto presente. Resultaba encantadora la forma en que lograba que cuantos se encontraban a su alrededor percibieran la vida con la misma frescura que emanaba de su radiante sonrisa.

A decir verdad, quizás su rostro no reía en exceso, tal vez para no desgastar el brillo metálico de su sonrisa, pero su corazón, aunque él lo ignoraba por completo, era un refugio de consuelo para el que sufría. No, no necesitaba sonreír para traslucir la bondad de su ser ni ese deseo de riqueza espiritual desbordante que lo colmaba.

Sin embargo, para desconcierto de sus más íntimos allegados, en ocasiones, David parecía poner todo su empeño en ocultar la insólita y hermosa magnificencia de su naturaleza. Refugiaba su sensibilidad en las respuestas evasivas de los niños-hombre que se resisten a crecer, o de los hombres-niño que anhelan una época en que las penas se curaban con un beso en la herida. Resultaba incongruente con su apego al presente, pero tal vez era ese aspecto ilógico e incomprensible lo que lo convertía en alguien de quien resultaba inevitable no querer conocer hasta el último pensamiento. No obstante, cuanto más y más se intentaba llegar hasta él, pasada la cálida atracción que generaba su consuelo al alma abatida, más y más enloquecedora resultaba su silenciosa negativa a conseguir la clave de su intrincado ser.

No existía equilibrio entre la intimidad que lograba exponer de uno mismo, sintiéndose desnudado a cada pregunta formulada con su expresión sincera e irrevocable, y la que se conseguía llegar a atisbar de él. En ocasiones, con un falso enfado, no era difícil sentir el deseo de mostrarse firme y no dejar que volviera a desvelar los secretos ocultos, en un arrebato egoísta de asirnos a lo único que de alguna forma nos pertenecía y nos ayudaba a marcar nuestra identidad.

Pero era imposible resistirse. Es demasiado poderoso el encanto de unas palabras amigas en los momentos de debilidad. Aunque escruten hasta la última idea del pensamiento que te constituye, y sólo quede la desnudez de un ser abatido que nunca tendrá la fortaleza necesaria para dejar de necesitar consuelo.
Tuvimos que aprender a resignarnos.

David está creciendo. Continúa siendo pura bondad y demasiado misterio. Su sonrisa carece del anterior brillo metálico y ahora la derrama en abundancia. Quizás fue porque, por fin, alguien supo encontrar las palabras en el momento oportuno, todavía abierto al cambio. O porque aprendió, esperemos que no demasiado tarde, que al dejar de hacer aquellas inmersiones fugaces en la máscara de la indiferencia le hacía un favor a la vida. Y nos daba un regalo a quienes lo rodeábamos.

Ojalá exista siempre a nuestro lado. Quién no necesita que le permitan ver la realidad del propio ser y que lo consuelen con palabras sencillas y sinceras. A mi lado. Todo bondad y un tanto menos de misterio.

miércoles, 20 de enero de 2010

En el lugar de siempre.




Como cada mañana, aún adormilada, se encuentra sentada en la mesa situada junto a la ventana por la que entran los primeros albores del día, intentando leer el periódico mientras mira con aire distraído a los transeúntes. Faltan apenas unos pocos minutos para que él entre por la puerta de esa cafetería, y como cada día, parecen prolongarse con una elasticidad inusitada. Ya está nerviosa, cada vez falta menos para el gran paso, la ansiada e ilógica locura –¡nunca antes realizada!- de un salto al vacío. Hoy, sí, hoy, lo saludará.

Y entonces, puntual, él entra por la puerta. Lo ha visto tantas veces... y como siempre, también hoy siente el impulso de correr a esconderse tras la columna más cercana y desaparecer a sus ojos. Si pudiera, se agazaparía debajo de la mesa. Pero se esfuerza en mantener la compostura y baja la cabeza simulando continuar concentrada en la lectura.

Él camina con paso decidido hacia su lugar de siempre, la mesa situada junto a la ventana opuesta, la que da al parque y que todavía se encuentra sumida en la penumbra. Parece necesitar la oscuridad para sus reflexiones. Por el camino, y con una educación exquisita, recibe con humildad los elogios de los habituales de la cafetería, seguidores incondicionales de sus publicaciones. “Su artículo de ayer me hizo llorar”, afirman los más sinceros, “Es usted un joven de gran talento, ¡un maestro de la palabra!”, señalan los más elocuentes.

Ella lee su periódico. Lo ha visto tantas veces, sin pretender coincidir con él –sin pretender querer coincidir- que no necesita mirarlo para saber que ya está sentado, como de costumbre, hilvanando el argumento de su segunda novela. De hecho, siente que ni tan siquiera necesita verlo para percibir su presencia. Ni hablar con él para conocerlo.

Ha leído todos los artículos que escribe en el periódico local en el que trabaja, y devoró su primera novela con la avidez en la lectura que confiere el estar descubriendo a la propia alma gemela. Por eso, desde que hace dos meses supo quién era el joven que cada mañana acudía puntual a su café en la mesa situada junto a la ventana opuesta, sumida en la penumbra, como si necesitara envolverse de oscuridad para reflexionar, no ha faltado ni un solo día a su sitio junto a la ventana por la que entran los primeros albores del día, como si la luz de la mañana le fuera a marcar el camino hacia él.

Le gustaría poder transmitirle que conoce los pensamientos que acompañan a cada una de sus miradas, que identifica los gestos con los que lucha por ocultar su timidez, que siente en su propia vida lo que pretende transmitir a través de sus artículos y que ambos viven una existencia percibida a través del prisma del romanticismo y la inocencia.

En un mundo frívolo y ambicioso, es un secreto inconfesable que se esfuerza por disimular, pero también ella lucha por ocultar al universo su frágil sensibilidad, reconoce los gestos de él en su propia mímica, desnuda su ser en historias que guarda en el fondo de un cajón y sueña para sus adentros con entregar su alma al que deba ser su gran amor.

Si pudiera, le diría tanto...

Hoy, sí, hoy, lo hará. Se levantará, irá hasta su mesa y con su mejor sonrisa, lo saludará con los mismos halagos que escucha cada día. Y por fin podrá comenzar a hablar con él. No, no. Si todos lo adulan de la misma forma, ¿qué originalidad tendría que también ella lo hiciera? ¿Y después qué? ¿Y...?

La seguridad fugaz ya ha pasado. Y desaparecido.

Mientras la anónima joven sentada junto a la ventana por la que entra la luz del sol se encuentra absorta en la lectura del periódico, él está jugando con el sobre del azúcar. Con la mirada ausente, lo rompe con deliciosa meticulosidad en decenas de pedazos que acumula con orden en un montón. Está ahí sin estar, cerca y distante (¡dónde se encontrará su mente!). De súbito, un gesto imperceptible cambia la totalidad de su expresión, coge el bolígrafo y garabatea con énfasis trazos ligeros en su cuaderno.

No puede evitar sentir curiosidad por aquella figura femenina que jamás falta a su cita con ella misma todas las mañanas. En ocasiones, incluso le gustaría presentarse. Sin ambargo, cuando parece próximo a tomar la resolución, los escasos metros que los separan se convierten en un abismo. No quiere resultar atrevido ni entrometido, ni mucho menos, exponerse a destruir un sueño al conocerla. Sabe que detrás de ella podría existir una gran historia que contar y él ya lo está haciendo. Ha sido la inspiración perfecta para uno de los personajes de su próxima novela, la joven tímida y solitaria con tanto que decir y tanto miedo a romper el silencio.


Después de unos minutos, se levanta, se coloca la chaqueta, paga la cuenta, y cruza de nuevo la cafetería con paso apresurado, ajeno esta vez al mundo que lo rodea. Al salir por la puerta, deja tras de sí un rastro de vacío. Como cada día.

No obstante, hoy ha sido diferente al anterior. Ella sabe que está cada vez más cerca de lograrlo. El día más insospechado, se armará de valor y lo saludará con la seguridad que aún no ha terminado de aprender a aparentar. Lo siente con certeza. Y entonces, un gesto apenas imperceptible cambia la totalidad de su expresión. Son escasas las ocasiones en las que se halla donde aparenta estar. Su pensamiento ha regresado de quién sabe dónde y deja de jugar con los pedazos del sobre de azúcar que ha dispuesto, con ferviente minuciosidad, en un pequeño montículo. Cierra el periódico, se levanta, se pone el abrigo y paga la cuenta. Aún no lo sabe, y quizás no esté en su destino conocerlo, pero a su paso, todo vacío se colma. Es la ilusión desbordante que tan sólo poseen los románticos incurables.

Y al cruzar la puerta, regresa a la realidad. Se disimulará a sí misma. Hasta mañana, a la misma hora y en el mismo lugar en el que, por un breve instante, volverá a ser ella.

jueves, 7 de enero de 2010

La frase perfecta



Cuántas veces me habré encontrado en una situación así. Deseando, por fin, encontrar las palabras magníficas y geniales capaces de cambiar el curso del Destino. O, al menos de un destino. Mi destino.

Y en cuán pocas ocasiones encontré esa frase perfecta, conmovedora pero sin dramatismo, sintética y suficiente, dura, penetrante, alentadora, aleccionadora, suave y sutil, directa, acariciante, verosímil y veraz, acalladora. Sin posibilidad de ser refutada ni evadida. La verdad en sí misma.

No, en realidad, nunca la hallé. Y si tal vez algún instante estuve en posesión de lo que se me antojaba un acercamiento a ella, callé, temeroso de errar e iniciar un debate sin fin e irreconciliable, extenuante y aún más separador o precipitar mi inevitable olvido en el otro con mi suma necedad.

Lo nunca dicho.

Y su insoportable carga.

Cercano ya el crepúsculo de mi vida, deseando haber podido llevar una existencia plena y dichosa, alcanzando el equilibrio entre la ilusión y lo logrado, me encuentro ante la certidumbre de tener que escoger las que serán mis últimas palabras.
Ante todos aquellos que en algún momento quise, y me quisieron. Y que pretendieron olvidarme. Vendrán, lo sé. Ni tan siquiera una vida entera de separación y rencor es suficiente para no dejarse conmover ante el rostro de la muerte.

Y cómo... cómo resumir, en el tiempo de vida que me queda, lo nunca dicho. Cómo hallar el perdón y la reconciliación si ya en un una vida, no fue hallada. Cómo formar parte del recuerdo y permanecer en ellos. Cuál es la frase perfecta.

He pasado tanto tiempo encerrado en mí mismo, cerciorándome de todos mis errores y recordando, una y otra vez, los frustrados intentos de enmienda que, en las postreras horas de mi agonía, alcanzar las palabras de redención se me antoja imposible.

Toda una vida transcurrida entre libros, dedicado al culto del pensamiento hecho palabra y de la palabra en sí misma, definiéndome a través de ella, y tan incapaz, aún, de conocer qué es la sabiduría.

Sí, soy un maniático y lo reconozco. Nunca he tenido reparos en afirmarme en ello. Exploro cada palabra, cada sutileza del lenguaje, sonido, cadencia, ritmo y múltiples significados en infinidad de contextos. Qué sería de mi mundo sin palabras. Sin su belleza individual, sin su pureza intrínseca. Palabras etéreas que se desvanecen en el momento en que se las piensa o dice, aunque yo ya digo poco y dije aún menos, que se escapan entre los subterfugios de la mente a nadie sabe dónde, sin dueño, más libres de lo que nunca fui. Libre con ellas. Libre gracias a ellas.

Y atado a ellas, tan prisionero de las que nunca existieron.

miércoles, 6 de enero de 2010

Desde aquel faro...


Si nuestro ser fuera tan sólo un alma inmortal sin necesidad de contacto humano, ni de alimento, ni de cualquier aliento material, y nos fuera asignada la elección del lugar desde el que ver pasar la eternidad, escogería el faro refugio de mi adolescencia.

Como si de un ciclo de quimérica perfección se tratara, cada mañana me embelesaría ante el tímido despuntar del alba, y cada tarde dejaría volar mi alma tras la búsqueda de los últimos suspiros del crepúsculo, en un infructuoso mas nunca cesante intento de envolver mi eternidad en su suavidad y calidez.

Si estuviera en mis manos escoger cómo deseo regresar siempre a aquel faro, pediría acudir con la misma capacidad de asombro que el primer día. Sólo así ante cada atardecer, ante cada irrepetible composición de luz, color y sombras, ante cada sublime detalle, podré sentir que el tiempo detiene su curso y que la felicidad se halla, sin ir más lejos, en un rincón de paz. En un faro al atardecer.