jueves, 7 de enero de 2010

La frase perfecta



Cuántas veces me habré encontrado en una situación así. Deseando, por fin, encontrar las palabras magníficas y geniales capaces de cambiar el curso del Destino. O, al menos de un destino. Mi destino.

Y en cuán pocas ocasiones encontré esa frase perfecta, conmovedora pero sin dramatismo, sintética y suficiente, dura, penetrante, alentadora, aleccionadora, suave y sutil, directa, acariciante, verosímil y veraz, acalladora. Sin posibilidad de ser refutada ni evadida. La verdad en sí misma.

No, en realidad, nunca la hallé. Y si tal vez algún instante estuve en posesión de lo que se me antojaba un acercamiento a ella, callé, temeroso de errar e iniciar un debate sin fin e irreconciliable, extenuante y aún más separador o precipitar mi inevitable olvido en el otro con mi suma necedad.

Lo nunca dicho.

Y su insoportable carga.

Cercano ya el crepúsculo de mi vida, deseando haber podido llevar una existencia plena y dichosa, alcanzando el equilibrio entre la ilusión y lo logrado, me encuentro ante la certidumbre de tener que escoger las que serán mis últimas palabras.
Ante todos aquellos que en algún momento quise, y me quisieron. Y que pretendieron olvidarme. Vendrán, lo sé. Ni tan siquiera una vida entera de separación y rencor es suficiente para no dejarse conmover ante el rostro de la muerte.

Y cómo... cómo resumir, en el tiempo de vida que me queda, lo nunca dicho. Cómo hallar el perdón y la reconciliación si ya en un una vida, no fue hallada. Cómo formar parte del recuerdo y permanecer en ellos. Cuál es la frase perfecta.

He pasado tanto tiempo encerrado en mí mismo, cerciorándome de todos mis errores y recordando, una y otra vez, los frustrados intentos de enmienda que, en las postreras horas de mi agonía, alcanzar las palabras de redención se me antoja imposible.

Toda una vida transcurrida entre libros, dedicado al culto del pensamiento hecho palabra y de la palabra en sí misma, definiéndome a través de ella, y tan incapaz, aún, de conocer qué es la sabiduría.

Sí, soy un maniático y lo reconozco. Nunca he tenido reparos en afirmarme en ello. Exploro cada palabra, cada sutileza del lenguaje, sonido, cadencia, ritmo y múltiples significados en infinidad de contextos. Qué sería de mi mundo sin palabras. Sin su belleza individual, sin su pureza intrínseca. Palabras etéreas que se desvanecen en el momento en que se las piensa o dice, aunque yo ya digo poco y dije aún menos, que se escapan entre los subterfugios de la mente a nadie sabe dónde, sin dueño, más libres de lo que nunca fui. Libre con ellas. Libre gracias a ellas.

Y atado a ellas, tan prisionero de las que nunca existieron.

1 comentario:

  1. muy triste el texto... pero ruth, por favor! tráele un jersey al señor!

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