miércoles, 20 de enero de 2010

En el lugar de siempre.




Como cada mañana, aún adormilada, se encuentra sentada en la mesa situada junto a la ventana por la que entran los primeros albores del día, intentando leer el periódico mientras mira con aire distraído a los transeúntes. Faltan apenas unos pocos minutos para que él entre por la puerta de esa cafetería, y como cada día, parecen prolongarse con una elasticidad inusitada. Ya está nerviosa, cada vez falta menos para el gran paso, la ansiada e ilógica locura –¡nunca antes realizada!- de un salto al vacío. Hoy, sí, hoy, lo saludará.

Y entonces, puntual, él entra por la puerta. Lo ha visto tantas veces... y como siempre, también hoy siente el impulso de correr a esconderse tras la columna más cercana y desaparecer a sus ojos. Si pudiera, se agazaparía debajo de la mesa. Pero se esfuerza en mantener la compostura y baja la cabeza simulando continuar concentrada en la lectura.

Él camina con paso decidido hacia su lugar de siempre, la mesa situada junto a la ventana opuesta, la que da al parque y que todavía se encuentra sumida en la penumbra. Parece necesitar la oscuridad para sus reflexiones. Por el camino, y con una educación exquisita, recibe con humildad los elogios de los habituales de la cafetería, seguidores incondicionales de sus publicaciones. “Su artículo de ayer me hizo llorar”, afirman los más sinceros, “Es usted un joven de gran talento, ¡un maestro de la palabra!”, señalan los más elocuentes.

Ella lee su periódico. Lo ha visto tantas veces, sin pretender coincidir con él –sin pretender querer coincidir- que no necesita mirarlo para saber que ya está sentado, como de costumbre, hilvanando el argumento de su segunda novela. De hecho, siente que ni tan siquiera necesita verlo para percibir su presencia. Ni hablar con él para conocerlo.

Ha leído todos los artículos que escribe en el periódico local en el que trabaja, y devoró su primera novela con la avidez en la lectura que confiere el estar descubriendo a la propia alma gemela. Por eso, desde que hace dos meses supo quién era el joven que cada mañana acudía puntual a su café en la mesa situada junto a la ventana opuesta, sumida en la penumbra, como si necesitara envolverse de oscuridad para reflexionar, no ha faltado ni un solo día a su sitio junto a la ventana por la que entran los primeros albores del día, como si la luz de la mañana le fuera a marcar el camino hacia él.

Le gustaría poder transmitirle que conoce los pensamientos que acompañan a cada una de sus miradas, que identifica los gestos con los que lucha por ocultar su timidez, que siente en su propia vida lo que pretende transmitir a través de sus artículos y que ambos viven una existencia percibida a través del prisma del romanticismo y la inocencia.

En un mundo frívolo y ambicioso, es un secreto inconfesable que se esfuerza por disimular, pero también ella lucha por ocultar al universo su frágil sensibilidad, reconoce los gestos de él en su propia mímica, desnuda su ser en historias que guarda en el fondo de un cajón y sueña para sus adentros con entregar su alma al que deba ser su gran amor.

Si pudiera, le diría tanto...

Hoy, sí, hoy, lo hará. Se levantará, irá hasta su mesa y con su mejor sonrisa, lo saludará con los mismos halagos que escucha cada día. Y por fin podrá comenzar a hablar con él. No, no. Si todos lo adulan de la misma forma, ¿qué originalidad tendría que también ella lo hiciera? ¿Y después qué? ¿Y...?

La seguridad fugaz ya ha pasado. Y desaparecido.

Mientras la anónima joven sentada junto a la ventana por la que entra la luz del sol se encuentra absorta en la lectura del periódico, él está jugando con el sobre del azúcar. Con la mirada ausente, lo rompe con deliciosa meticulosidad en decenas de pedazos que acumula con orden en un montón. Está ahí sin estar, cerca y distante (¡dónde se encontrará su mente!). De súbito, un gesto imperceptible cambia la totalidad de su expresión, coge el bolígrafo y garabatea con énfasis trazos ligeros en su cuaderno.

No puede evitar sentir curiosidad por aquella figura femenina que jamás falta a su cita con ella misma todas las mañanas. En ocasiones, incluso le gustaría presentarse. Sin ambargo, cuando parece próximo a tomar la resolución, los escasos metros que los separan se convierten en un abismo. No quiere resultar atrevido ni entrometido, ni mucho menos, exponerse a destruir un sueño al conocerla. Sabe que detrás de ella podría existir una gran historia que contar y él ya lo está haciendo. Ha sido la inspiración perfecta para uno de los personajes de su próxima novela, la joven tímida y solitaria con tanto que decir y tanto miedo a romper el silencio.


Después de unos minutos, se levanta, se coloca la chaqueta, paga la cuenta, y cruza de nuevo la cafetería con paso apresurado, ajeno esta vez al mundo que lo rodea. Al salir por la puerta, deja tras de sí un rastro de vacío. Como cada día.

No obstante, hoy ha sido diferente al anterior. Ella sabe que está cada vez más cerca de lograrlo. El día más insospechado, se armará de valor y lo saludará con la seguridad que aún no ha terminado de aprender a aparentar. Lo siente con certeza. Y entonces, un gesto apenas imperceptible cambia la totalidad de su expresión. Son escasas las ocasiones en las que se halla donde aparenta estar. Su pensamiento ha regresado de quién sabe dónde y deja de jugar con los pedazos del sobre de azúcar que ha dispuesto, con ferviente minuciosidad, en un pequeño montículo. Cierra el periódico, se levanta, se pone el abrigo y paga la cuenta. Aún no lo sabe, y quizás no esté en su destino conocerlo, pero a su paso, todo vacío se colma. Es la ilusión desbordante que tan sólo poseen los románticos incurables.

Y al cruzar la puerta, regresa a la realidad. Se disimulará a sí misma. Hasta mañana, a la misma hora y en el mismo lugar en el que, por un breve instante, volverá a ser ella.

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