martes, 18 de octubre de 2011

La caja


Nuestro corazón está guardado en una caja. Hay cajas hermosas y coquetas, similares a una caja de bombones, y otras en las que el mismo envoltorio es dulce. Hay cajas que perdieron su luz con el tiempo y, poco a poco, se han ido cubriendo de polvo, al igual que un viejo baúl en un trastero. Las hay abiertas, esperándote, y las hay que nunca se abrirán. Estas cajas parecen muy dispares, pero todas comparten su tamaño: son desproporcionadas. Son tan grandes que el corazón apenas puede encontrarse a sí mismo. Además, introducimos multitud de elementos en esas cajas y, el corazón, oculto en algún recoveco al cobijo de una sombra, se nos pierde.


Por ello, cuando de repente se produce un acontecimiento, un gesto o una palabra que nos hace sentir el corazón nos quedamos extasiados. ¿Qué ha sido eso? Parecía un latido, allá lejos. ¿Y eso? ¿Otro latido? ¿Qué está sucediendo? Lo irremediable. El corazón, al verse sometido al estímulo adecuado, crece. Si algo le entusiasma, se remueve, se despereza, se estira y, de repente, ¡ahí está! Lo sentimos chocando contra las paredes de esa gran caja en la que lo teníamos olvidado. Y si vuelve a suceder lo mismo, pero con otro gesto, otra palabra, otra escena, crece otro poquito. De repente, nuestra caja se vuelve pequeña y lo sentimos luchando por abrir espacio en su contenedor. ¿Qué nos pasa? ¿Será esto la euforia? Se nos sale el corazón del pecho.


Como nos asusta que se nos escape, intentamos acomodarlo de nuevo en su caja. Le hacemos algo más de espacio, desechamos lo acumulado y le recomendamos, por nuestro bien, que sepa adaptarse a las circunstancias. Pero ¡Oh! Otro latido. Le recriminamos, como a un niño pequeño, que no se esté quieto. Lo intentamos someter hasta que crece tanto que nuestros esfuerzos por dominarlo son inútiles, hasta que se hace inmenso y… vaya, nos sentimos felices. Más felices cuanto más inmenso, así que abrimos la caja, la tiramos y exponemos el corazón indefenso y enorme para que continúe creciendo, para que nos desborde, para que sea más grande que nosotros mismos. Para ser dichosos, sin saber qué sucederá.


lunes, 22 de noviembre de 2010

Resoluciones

Una de las firmes resoluciones que tomé a la tierna edad de doce años fue la de no escribir nunca sobre el amor. En ocasiones varias, al abandonar la infancia, me sentí tentada de romper la singular promesa, pero siempre me resistí a caer en la tentación de aquellos versos de adolescente que, por aquel entonces, pretendían decir lo mismo: Mi vida sin ti no tiene sentido. Un mensaje tremebundo, cuyo significado parecía haberse desgastado por la repetición. Podía sentirlo al ver a niñas de quince años llorando su primer desamor desconsolado en la puerta del colegio, que volvían a llorar de nuevo, a las dos semanas, las mismas lágrimas por un amor distinto y, con tristeza, lo observaba degradado a la vulgaridad de la pasión que encuentra su vía de escape en la decoración incívica de una puerta de lavabo.

No obstante, el principal motivo de mi aversión hacia aquellos versos era la facilidad con la que se pronunciaban. No encontraba explicación alguna a aquella moldeable capacidad de sentir por algunas de mis congéneres que, en efecto, esta vez sí, ya no volverían a equivocarse, no existía lugar para la duda, aquél era el varón que aportaría sentido a su existencia, y pensar de nuevo lo mismo con el siguiente.

Crecí y, de alguna forma, como tantas otras almas, lo viví. Aquella indescriptible explosión de euforia que causa vislumbrar la pieza que falta en la propia vida, y la terrible desazón al perderla. Al observar, resulta fascinante desear escoger sentir el dolor ajeno tan sólo para acompañar a la persona amada y evitarle el suplicio añadido de la soledad.



Y tan triste todos aquellos casos en que la persona querida escoge evitar la compañía. Tan triste cuando un alma no tiene a nadie por quien sacrificar o regalar nada, y entrega a la soledad cuanto podría entregar a otra persona. Decía Vicente Aleixandre, “Amor mío, amor mío. Y la palabra suena en el vacío. Y se está solo”.




lunes, 1 de noviembre de 2010

Raíles

Los viajes en tren siempre me han resultado la frágil unión entre el pasado que nos resistimos a abandonar y el futuro (todavía) percibido como un hermoso y vehemente sueño.

El regreso del hogar que nos crió hacia la ciudad que nos ha visto nacer a la vorágine ambiciosa y competitiva del mundo adulto implica la nostalgia por las horas calladas y dulces que pasé frente al mar que en el tren se refleja en su recorrido por la costa. Si pudiera retroceder en el tiempo regresaría a uno de aquellos momentos serenos y sublimes, que ya entonces deseaba detener y convertir en inmortales, con la oculta ilusión de que el tiempo me escuchara.

Y de alguna forma, fui complacida. No congelé el instante de forma física, no lo atrapé entre mis manos para convertirlo en algo tangible y seguro, pero siempre regresa al recuerdo. Se deja atisbar en los paseos por la costa urbana y bulliciosa, se revive en la playa de mi infancia y se intuye, en el limbo entre realidad y sueño, al ojear por la ventana con la nostalgia que atrae el sonido de un tren que te aleja de lo que fuiste y te acerca a quién sabe qué destino.



"Yo, para todo viaje siempre sobre la madera de mi vagón de tercera, voy ligero de equipaje. Si es de noche, porque no acostumbro a dormir yo, y de día, por mirar los arbolitos pasar, yo nunca duermo en el tren, y, sin embargo, voy bien. ¡Este placer de alejarse! Londres, Madrid, Ponferrada, tan lindos... para marcharse. Lo molesto es la llegada. Luego, el tren, al caminar, siempre nos hace soñar; y casi, casi olvidamos el jamelgo que montamos. ¡Oh, el pollino que sabe bien el camino! ¿Dónde estamos? ¿Dónde todos nos bajamos? ¡Frente a mí va una monjita tan bonita! Tiene esa expresión serena que a la pena da una esperanza infinita. Y yo pienso: Tú eres buena; porque diste tus amores a Jesús; porque no quieres ser madre de pecadores. Mas tú eres maternal, bendita entre las mujeres, madrecita virginal. Algo en tu rostro es divino bajo tus cofias de lino. Tus mejillas esas rosas amarillas fueron rosadas, y, luego, ardió en tus entrañas fuego; y hoy, esposa de la Cruz, ya eres luz, y sólo luz... ¡Todas las mujeres bellas fueran, como tú, doncellas en un convento a encerrarse!... ¡Y la niña que yo quiero, ay, preferirá casarse con un mocito barbero! El tren camina y camina, y la máquina resuella, y tose con tos ferina. ¡Vamos en una centella!".
Antonio Machado.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Donde empieza la felicidad.

Siempre me he preguntado qué había más allá de la felicidad. La felicidad se intuye como un sueño, una meta, el final de un largo, azaroso, y, en la mayoría de los casos, casi por definición, desventurado recorrido por los resquicios de este camino al que denominamos vida.

Así pues, una vez alcanzada la felicidad, ¿qué queda? ¿Ante qué nos encontramos? ¿Quizás una planicie emocional? ¿El letargo anímico en un continuo sentimiento de autorrealización y autocomplacencia? ¿Un devenir constante de risas y ruidoso jolgorio? ¿O la paz interior? Y, lo más importante, ¿se detiene el mundo de cada uno una vez alcanzada la felicidad? No, en absoluto.

Una vez alcanzada ésta, son otras muchas las metas que luchar por conseguir. Al fin y al cabo, cuando uno se introduce en la vorágine adictiva de la felicidad, tan sólo descubre que al dar un paso, y después otro, y otro, y otro más, la felicidad va in crescendo.

Me pregunto, ahora, si tiene límites.




“La felicidad es interior, no exterior; por lo tanto, no depende de lo que tenemos, sino de lo que somos.”
Henry Van Dyke.

“La dicha de la vida consiste en tener siempre algo que hacer, alguien a quien amar y alguna cosa que esperar.”
Thomas Chalmers.

domingo, 27 de junio de 2010

Un día perfecto


Cuando se miró en el espejo aquella mañana supo que iba a ser un día perfecto. No porque se viera más guapo después de afeitarse la barba de cinco días, o porque por fin hubiera conseguido dormir la noche entera sin que sus fantasmas lo despertaran sobresaltado. Desconocía el por qué, pero lo intuyó con la seguridad de los leones que están a punto de lanzarse sobre una presa pequeña y cercana, indefensa. Lo sintió con la certeza de quien ha fracasado en la vida pero sabe que su suerte va a cambiar, ya que nunca antes, nunca, se ha sentido tan seguro de sí mismo. Algo así deben de experimentar los triunfadores cuando cada mañana el espejo les devuelve el reflejo de su sonrisa perfecta y su carisma. Qué narices, él se acababa de convertir en uno de ellos.

Sí, de repente, su sonrisa también era perfecta, sus canas, destellos plateados que otorgaban interés a su carácter y, la incipiente alopecia, otro atractivo signo más de su dilatada experiencia en la vida. Sí, él era de aquellos. Uno de esos hombres confiados y seguros de sí mismos que encaran cada entresijo de la vida sabiendo que después serán más fuertes y atractivos, todavía más.

Hacía tres meses que lo habían despedido de su puesto como directivo en un importante banco, después de haber sacrificado los últimos quince años de su vida en trabajar hasta la extenuación e ir ascendiendo peldaño a peldaño mientras por encima pasaban ascensos vertiginosos de individuos poco meritorios. Callaba y seguía trabajando, al fin y al cabo, era lo que mejor sabía hacer. Destacaba por su inteligencia y su esfuerzo y consiguió llegar a la cima. Se compró uno de esos apartamentos en el centro de la ciudad de precios prohibitivos para la mayoría de los mortales, esa gente común y vulgar que se conforma con tener lo suficiente como para llegar a fin de mes y pensar que son felices en su mediocridad. No, él nunca había sido como todos ellos. Siempre se había bastado consigo mismo, con su deseo de éxito insaciable, su dedicación al trabajo casi exclusiva, sus trajes de diseñadores italianos y su Mercedes, el mismo que llevaba ya semanas cubriéndose de polvo y vacío de gasolina. Igual de vacío que parecía serlo todo, desde que, de súbito, el mundo parecía haberlo abandonado como a un perro callejero.

Sin embargo, cuando dos días antes, meditabundo y perdido, se había encontrado con la que fuera el amor platónico de su adolescencia, sintió una ligera reminiscencia de aquella energía vital que parecía haberlo abandonado hace tanto, tanto tiempo. Por un momento, volvió a tener quince años. Aunque la vida lo hubiera hecho invulnerable ya ante una mujer hermosa, se permitió volver a cautivarse por aquella belleza asentada a la que el tiempo tan sólo había hecho ganar en atractivo. La vio a lo lejos, y un amago de timidez olvidada en los primeros años de su juventud y el peso de la desdicha sobre sus espaldas le impidieron aproximarse a aquel ser recuerdo de otros tiempos más aciagos.

Aquella noche, al llegar a su casa, por encima de sus desgracias, no pudo evitar traer a la memoria todo lo que aquella mujer había significado para él, sin ella saberlo. Se sonrió al recordar cómo intentaba calcular el momento exacto en que ella entraría por la puerta del instituto, o iría por uno u otro pasillo, para poder cruzársela, saludarla tímidamente y sentir la felicidad de que, al menos durante un instante, el tiempo que duraba aquel saludo, había conseguido ocupar una parte de su mente. Algo es algo.

Por descontado, era hermosa. Pero ella era mucho más que eso. Era perfecta. Bondadosa, sonriente, dulce, tenía la voz más suave y cálida que hubiera escuchado nunca antes y que nunca llegaría a escuchar sobre la faz de la Tierra. Sí, su voz era como un abrazo. Uno de esos abrazos en los que podría uno refugiarse y vivir allí eternamente. Era perfecta, tan perfecta y tan inaccesible... Lo volvía loco.

Nunca se atrevió a confesarle nada. ¡Le tenía tanto miedo al rechazo! Ambos crecieron, y si bien aprendió a amar con locura a otras mujeres, cuando alguna vez volvió a saber de ella, años después de dejar el instituto, continuó sintiendo aquel aguijón punzante en el corazón que provocan los sueños imposibles.

Por eso, aquella noche, cuando sentía que ya lo había perdido todo en la vida, recordándola todavía como a la mujer perfecta, pensó que tal vez había llegado el momento de intentarlo, ahora que ya no le quedaba nada más por perder. Llamó a varios de sus antiguos amigos de la escuela y del instituto. “¿Cómo te está tratando la vida?”, le preguntaban, “Genial”, respondía él, y durante unas risotadas de conversación intrascendente lograba disimular su fracaso y su frustración. Después de varias llamadas, consiguió saber algo de ella. No, no estaba casada, ni tenía hijos, era abogado y vivía en un apartamento en las afueras.

Así pues, jugueteando durante un tiempo con su número de teléfono en la mano, pensando qué hacer y qué decir, recordar lo que había sido él mismo en algún momento de su vida, consiguió armarse de valor y marcar el número. “Sí, sí, el mismo, ¿me recuerdas?”, “¡Claro, cómo no! ¿Qué es de tu vida?”, “Bueno, soy directivo en un banco, vivo en un apartamento en el centro, y no me va mal, la verdad”, “¡Oh! ¡Cuánto me alegro! Pero... ¡qué sorpresa volver a saber de ti!”, “Sí, lo mismo pensé cuando te vi hace poco por la calle, me pareciste tú y hablando el otro día con un amigo de aquellos tiempos del instituto, bueno, con Carlos, que es amigo tuyo, recordando viejos tiempos, ya sabes, saliste tú en la conversación y me dije que tenía que decirte algo, siempre es agradable volver a saber de la gente”, “Sí, tienes razón... oye, cuando quieras, tomamos algo y nos ponemos al día”, “Sí, por qué no, una cena cuando nos vaya bien...”.

Y hoy era ese día. Lo sabía, sabía que era su gran oportunidad. Por lo que más fuera, tenía que aparentar ser un triunfador, quitarse la carga de las espaldas, lograr un porte de galán y poner en juego esa seducción cercana y distante, en su punto justo, que tan sólo se aprende con el tiempo y la experiencia. Ella era la mujer perfecta, guapa, inteligente y con buen corazón, y tenía que conseguirla. Pero no para una noche. Tenía que conseguirla para siempre.



Ella lleva dos horas delante del espejo. Tiene miedo de esa belleza que se le está marchitando. Ha descubierto una nueva arruga en los límites de su sonrisa y no puede evitar sentir celos por la nueva compañera de trabajo, tan joven y guapa, que atrae todas las miradas. Cada vez son menos los hombres con los que poder jugar a rechazarlos.

Mientras se perfila los ojos verdes por tercera vez con el fin de asegurarse el impacto que siempre han provocado, se siente cansada. Se coloca el colgante, que parece destinado a perderse en la voluptuosidad de su generoso escote y se percata de que ya nada hay de especial en repetir los mismos pasos. Excepto por ese incipiente horror que la perturba a perder por la huella del tiempo lo que hasta ahora había supuesto su aliciente más intenso, nunca pensó que el juego de la seducción pudiera suscitarle hastío. Antes de volver a deslizar el cepillo por su cabello rojizo, liso, suave, interminable, lo somete a un riguroso escrutinio para asegurarse de que aquellas gritonas canas que descubrió han quedado convenientemente ocultas, invisibles, olvidadas y silenciadas.

Parece que fue ayer, dice en voz alta mientras se rocía levemente con su más delicada fragancia, de rosas dulces y suspiros de jazmín. Pero han pasado ya veinte años desde que descubrió el valor de su belleza. Al principio no era más que un juego inocente, aquella tímida indecisión de dos adolescentes nerviosos que no aciertan a saber cuál será el siguiente paso. Ahora, pensó caminando hacia el espejo de cuerpo entero, ya nada quedaba por descubrir. Comprobó, como tantas otras veces, la atractiva sinuosidad de su cuerpo que aquel nuevo vestido verde insinuaba con sutileza y atrevimiento. Sí, estoy cansada de todo esto, se dijo.

Siempre había sido la más hermosa y desde que descubrió que la belleza podía ser un arma, se había aprovechado de su virtud dudosa y regalada cuanto había querido y sin excesivos escrúpulos. Sin embargo, mientras se calzaba las sandalias de tacón, con rabia pensó que, después de tantos años teniendo cuantos hombres había querido y de haber jugado con ellos cuanto había podido, después de todo eso, tan sólo se le estaba quedando la soledad.

Cuando recibió aquella llamada inesperada de un antiguo compañero al que recordaba no mal parecido, con una carrera brillante, adinerado y con un estatus tan alto como el que ella merecía, un rayo de luz se abrió sobre la amargura que hondeaba sobre su vida en los últimos tiempos. Ésta podía ser su oportunidad. Así que allí estaba, engalanándose una vez más y pensando en mostrar sus encantos más dulces, solo que por una vez no era para jugar. Esto podía ser para siempre. Sí, tenía que conseguirlo.

De forma puntual, llamaron a su timbre. Se miró una última vez en el espejo, se echó hacia atrás la melena, se adecuó la postura para marcar el busto, ensayó una cálida sonrisa y, contoneando las caderas sobre sus tacones de aguja, cruzó con decisión el pasillo.

Cuando abrió la puerta, vio ante sí a un hombre de amplia envergadura que en otro tiempo fue atlética, con incipientes signos de desgaste temporal en sus ojos y en sus despobladas sienes y se sorprendió de su porte de galán exitoso y donjuanesco fiel. A los pocos minutos de conversación intrascendente (“¿Qué restaurante prefieres?” “Conozco un sitio por aquí...”), todavía en la puerta, mientras se dejaba embriagar por su voz vibrante de barítono y lo embelesaba a él con su sonrisa cada vez más y más cálida, vislumbró con vertiginosa claridad un hecho irrevocable: iba a unir su vida a la de ese hombre. No lo sintió con aquella curiosa mezcla de alborozo y horror de quien se encuentra, de súbito, ante el más importante punto de inflexión en su vida, sino con la tranquila seguridad de quien ha escuchado la voz de su yo más profundo. No se mostró extrañada ante aquella revelación. Al fin y al cabo, siempre supo que se casaría con un triunfador.








miércoles, 9 de junio de 2010

Terapia de pareja



Asistir a una sesión de terapia de pareja como observador puede resultar una auténtica aventura para el estudiante primerizo. Es cierto, para todos aquellos que alguna vez lo relegamos al mundo de las películas policíacas, las habitaciones con ventanas espejo tras las cuales observar y estudiar a los sujetos, también existen en el mundo real.

Un grupo discreto de estudiantes de diversas disciplinas, siempre con el conocimiento y consentimiento de la pareja tratada, se sitúa tras unos cristales desde los que observar el transcurso de la terapia llevada a cabo por especialistas, mientras otros dos psicólogos tras el cristal explican a los estudiantes el significado de cada gesto y cada frase.

No obstante, más fascinante aún que las reminiscencias hollywoodianas del cuadro, lo es el tratamiento científico que adquieren temas con excesiva frecuencia denigrados a carnaza de banquetes pantagruélicos para lenguas viperinas. Los celos y las infidelidades, los dolores del alma y las frustraciones por lo que pudo ser y nunca fue, las vidas de dos personas que no han resultado ser como hubieran deseado, son tratados con la delicadeza, el respeto, la distancia y el rigor de un análisis exhaustivo y repleto de tecnicismos.

Resulta curioso. Nos consideramos únicos, creemos que tan sólo tras un prolongado intento de conocimiento de las profundidades de nuestro ser alguien puede ser capaz de comprendernos o de anticiparse a nuestras reacciones. No obstante, somos animales predecibles. Tenemos unos patrones básicos de comportamiento: una posición de ataque se ve respondida con una posición de defensa, una de diálogo, con otra de diálogo. Y la capacidad de resaltar los aspectos positivos de la otra persona conducen a la escucha y a ese posterior diálogo. Sí, muy básico, aunque quizás no tanto.

Una vez más, pude comprobar el valor de las palabras. La forma casi laberíntica en que puede llegar a determinar nuestro destino una frase mal elaborada, no reflexionada y de profundas consecuencias. Resulta abismal la diferencia entre decir “Lamento que te encuentres mal por lo que lo he hecho”, y decir “Siento lo que he hecho, y te pido perdón por ello”.

En el primer caso, no existe arrepentimiento de los actos cometidos. Es problema de la persona dolida u ofendida el sentirse así. En el segundo, se da a entender el arrepentimiento, el haber comprendido los propios errores y el dolor de la otra persona, así como el intento de subsanarlo.

Y ya no tan sólo teorizarlo, sino ver el resultado del uso de ambas fórmulas, resulta sobrecogedor. Tan sólo en el segundo supuesto la persona resentida se siente comprendida, liberada de su carga y se abre al perdón. Y tras el arrepentimiento y el perdón sincero, las posibilidades son inmensas y valiosas.

Dicen que todos los niños nacen con un pan bajo el brazo. Ahora que la sociedad está reestructurando los hábitos alimentarios y quizás algún día se culpe a ese Pan Original de alguna alergia alimenticia y un consejo de expertos a nivel mundial decida su eliminación de nuestra dieta, con toda la humildad que tan arrogante propuesta me permite, me atrevo a insinuar un trueque cualitativo para los venideros nacimientos: cambio Pan Original por Manual (elaborado a base de ensayos clínicos y no por la Dra. Corazón) sobre las Relaciones Humanas.



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"El caracter de cada hombre es el árbitro de su fortuna."
Publio Siro (siglo I a.C.), poeta latino.






sábado, 27 de marzo de 2010

Los avances de la ciencia: dolor emocional

Recientemente, un colaborador en la sección de Inteligencia Emocional del blog de Eduardo Punset, Josep López, citaba la noticia según la cual un equipo de investigación estadounidense había demostrado la correlación existente entre las áreas del cerebro implicadas en el procesamiento del dolor emocional y las del dolor físico. “Gracias a nuevas tecnologías (…) un equipo de científicos confirma que el sufrimiento emocional puede doler físicamente. La razón se encuentra en la investigación cerebral que han realizado y que revela que la parte del cerebro que procesa el dolor físico también se encarga de procesar el dolor emocional”.

Tras la curiosa noticia, se podría afirmar que gracias a estos estudios disponemos, por fin, de la base científica para poder acudir a urgencias y expresar nuestro sufrimiento emocional, sin temor a sufrir por ello el menoscabo de las miradas despreciativas hacia los dolores menores.

- Doctor, se me ha roto el corazón.
- ¿Se le ha roto el corazón? ¿Y cómo es eso?
- Verá, doctor, antes me lo rompían o era yo mismo quien, harto de sus latidos acompasados y de sus sentimientos apasionados decidía acabar con él y resquebrajarlo en mil añicos. Con el tiempo, parecía recomponerse. Pero esta vez, doctor, esta vez ha sido diferente. Desconozco el cómo, y no comprendo el porqué, ni tan siquiera me he percatado del cuándo, pero se me ha roto. Lo siento ahí, dentro de mí, roto y descompuesto.
- Comprendo- asentirá el médico mientras comienza a anotar en la historia clínica algo parecido a “varón de 38 años que acude a urgencias por el corazón roto”-. Pero, ¿qué siente exactamente? ¿Presenta los mismos síntomas que en las ocasiones anteriores? ¿le duele?
- No, doctor. Esta vez es diferente. No siento dolor, al menos, no aquel dolor punzante que me impedía respirar. Es el dolor que queda cuando te arrancan algo. Es... ¿cómo explicárselo?
- Tranquilo, no hay prisa. Dígame, ¿qué siente?
- El vacío, doctor.
- ¿El vacío? Pero su corazón sigue estando ahí, más o menos roto, pero ocupando el espacio que le corresponde.
- ¿Usted cree? ¿Y si esta vez se han extraviado algunos fragmentos? ¿Y sin son piezas irrecuperables? ¿Y si mi corazón nunca vuelve a ser el que era? Este vacío es inmenso, sé que me falta algo.
- Entiendo.

Entonces, el médico nos inspeccionará, palpará, percutirá y auscultará pacientemente. No encontrará nada fuera de la normalidad, pero el historial de corazón magullado por causas vagas e imprecisas, con sintomatología de dolor y vacío le hará sospechar de alguna patología oculta y tal vez se decida por una analítica, un electrocardiograma, una placa de tórax y, quién sabe, quizás un ecocardiograma.

- Todo se encuentra dentro de la normalidad, regrese dentro de quince días para recoger los resultados de la analítica.
- Pero... ¿cómo va a estar todo normal? ¿y el vacío? ¿no ha notado algo hueco al explorar?
- Su corazón está ahí, no se preocupe – nos dirá con voz tranquilizadora mientras garabatea unos trazos ininteligibles en una receta-. Vaya a la farmacia y compre estos dos medicamentos. El primero es analgésico, para el dolor, tómelo a demanda, el tiempo que necesite, no más de tres comprimidos al día.. Del segundo tome un comprimido por la mañana y otro por la noche, durante diez días. Ayuda a juntar las piezas, a cerrar las heridas y hace crecer los fragmentos que se han perdido. También regenera las partes deterioradas con el tiempo.
- Vaya, y yo que pensaba que era el tiempo el que todo lo curaba.
- Y así es, pero no siempre. Tenga la receta, con un envase tendrá más que suficiente.
- ¿Es efectivo, doctor?
- El éxito en la curación está descrito en un 95% de los casos.
- ¿Y si yo formo parte del 5% restante?
- Vuelva, le daré más.

Y saldremos de allí con la cabeza un poco más alta que cuando entramos, gracias a la renovada esperanza. En tan sólo diez días se habrá llenado de nuevo ese vacío, en tan sólo diez días, con un comprimido por la mañana y otro por la noche, volveremos a ser los de antes. Sanos e imperfectos, pero con un corazón regenerado.

Se debería estudiar el efecto placebo en el dolor emocional.



“A veces pienso que el cerebro tiene envidia del corazón. Y lo maltrata y lo ridiculiza y le niega lo que anhela y lo trata como si fuera un pie o el hígado. Y en ese enfrentamiento, en esa batalla, siempre pierde el dueño de ambos”. David Trueba.